LA NOCHE DE LOS CONVENTOS QUE LLEVAMOS ADENTRO

LA NOCHE DE LOS CONVENTOS QUE LLEVAMOS ADENTRO

Ana regresó cansada al convento después de un largo día.

Retoma su diario y con la mirada entrecortada escribe: en la mañana fui a la ciudad de Bello adonde las clarisas a recoger un ornamento que mandó el padre Aníbal a elaborar.
Tenía más adornos que una manta indígena. Quizá por ello los curas son tan llamativos, porque sus hábitos conservan la memoria de las narraciones míticas que promulgaban nuestros ancestros. Colores, imágenes y flecos que los hacen danzar frente al altar de los rituales.
Estoy cansada de esta vida que llevo, escribía mientras, recordaba la hora en que el metro se acercaba.
Cuando me subí al metro todos me miraban, era como si de repente la historia recayera sobre aquellos indignos pecadores que veían en esta monja la santa mujer intachable en nada parecida a ellos: pobres transeúntes del miedo y del cansancio.
En el metro de Medellín uno puede ver la noche reflejada en todo su esplendor.
Me detuve a mirar a una niña de aproximadamente 12 años que llevaba su estómago lleno del hambre de un hombre que muy seguramente después de consumar su inapetente deseo la abandonó, como lo hiciere una vez mi padre.
Llevaba una cesta con dulces, de variedad de sabores y de olores.
Su noche oscura era peor que la que en ocasiones siento en este convento, no parpadeaba, se quedaba fija mirando las calles donde muy pronto empezaría a deambular reclamando la caridad para ella y para su niño.
La noche de aquella mujer es la de los extramuros del convento que en ella se esconde: el temor, el miedo, el asco, que cubre cada mañana con pinturas baratas que le aplaquen su duelo y sus ganas de morir.
El convento de ella es diferente al que veo en una anciana que se queja y llora en la puerta del tren. Sus lágrimas son el reflejo de tantas mujeres de esta ciudad, que salen a la calle ya no con la intención de vender porque sus fuerzas le faltan, sino de mendigar una moneda por piedad.
El amor de este mi convento es el de la rivalidad. Algunas hermanas luchan por poder, ser las que mejor tocan el órgano, o las que más bordados hacen en el mes, para así ganarse la complacencia de la superiora.
El convento de aquella muer que lloriqueó es su tristeza profunda. La cuida como un tesoro porque ella misma será la que le dé el sustento diario.
En un rincón tumultuoso del metro, un hombre rosa a una mujer sin que esta se percate. Siento un asco enorme frente aquello, me recuerda otros tiempos en que me ofrecían una cama tendida y yo en ella acariciando por dinero sucio a un hombre.
El tipo en su ritual de seducción, rosa con sus partes íntimas a la mujer, esta se queda quieta, como si sintiera que el mundo le ofreciera la única oportunidad de amar, de sentir un miembro fuerte que le rose la piel y le devele los placeres que oculta en su alma.
Poco a poco el juego se hace menos sutil, ella acaricia la mano del caballero el que ya siente confianza porque ella respondía a sus bajos impulsos.
Ahora él la toma por la cintura, ella cierra sus ojos y muerde sus labios con tal fuerza que su sexo se contrae y la hace gemir suavemente de placer.
Miro todo aquello y no me provoca sino pensar que la vida en el convento es una privación de nada.
Me dan asco los tipos como estos, pero más me lo produce aquella muer que tocando, rosando su piel con la fuerza varonil de aquel hombre se bajó con él del metro y muy seguramente tuvo como una gata de la noche un encuentro furtivo con aquel que luego la dejará por otra que calme sus caprichos de tarde de viaje.
Hoy en el metro desde Bello hasta el parque de Berrio pude ver la ciudad en todas sus formas. Aquel viaje encerrada en el vagón, me hizo comprender que la vida es un convento. Enclaustrada allí pude imaginar que el cielo no es otra cosa que lo que cada uno lleva en su propia realidad. Que los muros de los conventos no son nada comparados con los que llevamos en nuestra propia vida; en ocasiones cargada de miseria de nadas y de llanto.
La música sacra allí se confabula en el silencio, en los rostros que se miran y no ven nada más que sombras.
Los crucifijos son las vallas publicitarias que penden a lo largo del vagón, que dicen que un almacén fía porque confía en nosotros. Me da risa la publicidad, como me da risa el cristo de mi alcoba que me observa sigiloso con la mirada que el artista puso en él, y que ahora se complace en lo que le muestro, en el sueño que se consumara el maldito día en que me largue de este lugar para siempre.
Tocan la campan a me voy a rezar completas, allí seguiré pensando que esta puta vida que me ha tocado vivir, no merece la pena ser contada, pero que nada me hace más feliz que narrar lo que la noche oscura ha hecho conmigo, desear nada más que vivir para contar lo que vivo…

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