El Fortín 41, así llamábamos con mis hermanos y amigos al jardín de la casa en donde vivíamos con mi familia en el año 1987. Esa casa modesta, ubicada a diez cuadras de la plaza principal de mi ciudad natal, Bahía Blanca, está emplazada en la calle Mendoza y 41 es su numeración domiciliaria. En ese entonces, tenía la particularidad de contar con un muro de un metro de altura en la línea municipal, y tres metros libres de jardín hasta el comienzo de la construcción. Esas características la hacían perfecta para que el ejército de la vereda Oeste armara su fortín y enfrentara al ejército de la vereda Este.
Durante tres días consecutivos del mes de Febrero, cercanos al festejo de carnaval, se declaraba la guerra de bombuchas entre los niños que vivían a un lado y al otro de esa calle asfaltada de poco tránsito. Ese año, nuestro ejército había reclutado a un soldado amigo llamado Leonardo, en calidad de francotirador, por su gran habilidad con el manejo de aquellos globos de agua. Entre varias reglas que se habían ido estipulando con el correr de los años, una de ellas permitía a cada ejército incorporar a tres soldados extranjeros para reforzar sus bases.
En una entrada lateral de la casa, había una canilla que permitía el abastecimiento de agua para el llenado de las bombuchas. Era muy importante que quien preparara esas municiones, debía ser un soldado experimentado, que en nuestro caso era Rodrigo, mi hermano mayor, porque el ejército Oeste, al cual pertenecíamos, había desarrollado una técnica de llenado especial para que el impacto sobre el soldado rival sea más doloroso. Para ello el globo no debía llenarse solamente con agua, sino también con un pequeño puñado de sal gruesa y una porción de aire lo suficientemente grande para que el impacto sea contundente, pero no tanto como para que la bombucha rebote sin explotar.
Mi otro hermano Fernando, el clásico rebelde del medio, con tan solo nueve años, era el cerebro del ejército, preparaba estrategias de ataque que eran dignas de admiración. Estudiaba las tácticas del ejercito contrario desde la mirilla de un portón lateral de la casa, y a partir de esa información y de nuestras fortalezas y debilidades, ideaba ataques y defensas que muchas veces dejaban a los rivales haciendo el ridículo y recibiendo varios bombuchazos inesperados. Su máxima preocupación era que ningún soldado quede desprotegido.
Esas noches de verano, mi mamá nos dejaba acampar en el patio de la casa. Armábamos dos carpas grandes en las que entrábamos todos los soldados, era una experiencia muy especial y divertida. Antes de dormir, comiendo los damascos que cortábamos de un árbol del patio, Fernando repasaba estrategias en una libreta que siempre llevaba consigo, y hacía modificaciones en base a las falencias que habíamos tenido ese día durante la batalla. Luego venía la mejor parte, los relatos de Mauro, él era el mejor amigo de Fernando y tenía una capacidad prodigiosa para expresar casi en forma poética los momentos más intensos de las batallas, usaba palabras que emocionaban a todos, transformaba los bombuchazos acertados y los defendidos o esquivados, en momentos de gloria absoluta, todos nos dormíamos con la sensación de ser grandes héroes.
Para el último día de batalla, habíamos ideado una jugada arriesgada, pero si llegaba a salir bien, iba a ser recordada como la más perfecta de la historia de los carnavales. El objetivo de la misma era lograr un doble impacto sobre Mauricio, el rival más complicado que teníamos, por su gran agilidad y buena puntería. Los bombuchazos acertados sobre Mauricio eran festejados el doble que cualquier otro, y sabíamos que si lográbamos un impacto certero sobre él, esa noche tendríamos nuestro momento de esplendor en los relatos de Mauro. La estrategia consistía en que un soldado se arriesgara a un enfrentamiento directo con Mauricio, para dificultar su visual hacia el área de combate y que luego de agacharse repentinamente, Fernando y Leonardo dispararan dos bombuchas al mismo tiempo hacia el objetivo.
Yo me ofrecí para hacer el enfrentamiento con Mauricio, pues quería formar parte de la historia de los carnavales. Todo estaba saliendo como lo planeamos y Mauricio se colocó en el lugar indicado para que emprenda un ataque audaz sobre él. Logré esquivar ajustádamente el primer bombuchazo que me arrojó, y luego escuché el grito de alerta con el cual debía agacharme, los dos disparos sorpresa de Leonardo y Fernando salieron con un segundo de diferencia, el primero de ellos impactó sobre el pecho de Mauricio, pero el segundo le dio la posibilidad de reaccionar y girar su cabeza levemente. Ese insignificante movimiento hizo que la bombucha roce su mejilla y siga su trayectoria con gran velocidad. Sin saberlo, ese hecho cambiaría nuestros carnavales para siempre.
La bombucha no impactó en su verdadero destino, pero sí lo hizo en el rostro de Roberto Farías, un vecino muy temido por todos, con abrumadores antecedentes delictivos. Desde mi posición pude ver cómo el impacto lo desequilibró y con granos de sal sobre la sien, se desplomó hacia un costado, quedando abrazado a un tacho de basura oxidado. En menos de cinco segundos, la calle Mendoza quedó vacía, todos nos escondimos. Doña Aurora, que espiaba desde su ventana, cerró las cortinas, como evitando ver el final de una película de terror. Durante las horas siguientes tuvimos miedo de las represalias de Farías, pero luego nos enteramos que, instantes después del bombuchazo, lo llevaron detenido a causa de un delito cometido el día anterior.
Los años pasaron, y con ellos los carnavales, y aunque nunca más supimos del paradero de Farías, esa fue la última batalla de carnaval en el Fortín 41. Cada año, para la misma fecha, nos juntábamos a acampar en el patio de mi casa, y Mauro, antes de dormir, contaba esa historia apasionante, en la que un grupo de niños valientes se hicieron hombres, cuando enfrentaron y derrotaron al más temido delincuente de la ciudad.
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