La última voluntad de Jonás fue que pronunciara unas bellas mentiras en su funeral. Dijo mentiras y no palabras. Creo que me estaba convidado a que por una vez os hablara de la verdad que encierran sus mentiras.

La patria del hombre es la infancia. La mía lo fue la calle Pintor Salvador Abril en aquellos tiempos en que sus vecinos se afanaban por progresar. Como la panadera, que encendía el horno a las cinco de la mañana para meter la masa. O el zapatero remendón, que ponía suelas y tapas a calzados cansados de andar, dándoles una segunda o tercera vida, y a veces los ponía en la horma para hacerlos mas grandes, porque por lo visto los pies crecen con el tiempo. El sastre Arturo trabajaba para los pocos que podían pagarse un traje a medida. Manolita, que con cuatro zagales a cuestas no quiso aguantar al zángano de su marido. Tenía un puesto de jamones en el Mercado, y nos preparaba unos bocadillos sensacionales, compitiendo con los encurtidos de Manolo, que los hacía no menos magníficos de atún con aceitunas.

Uno de mis amigos de infancia fue Jonás, cuyas piernas eran las ruedas de una silla, y a quien todos llamaban el mentiroso. Nunca aceptó que su parálisis de cintura para abajo lo había convertido en un tullido, y por eso cada día se ponía un disfraz distinto. Como el de escritor, destino anunciado de todo mentiroso que se precie. Jonás estaba escribiendo «su» novela.

Padres y maestros, grandes mentirosos secretamente, nos advertían contra sus mentiras. Nos tragábamos aquello de «no aplastes a esa hormiga, porque sus compañeras cuando duermas te atacarán», y así la hormiga se libraba del pisotón.

Jonás nos sacaba seis o siete años, y se juntaba con los pequeños, porque nos podía impresionar. Nos mandaba a planchar céntimos en las vías del tranvía para utilizarlos como chapas en nuestros juegos, o se autoproclamaba nuestro general y nos lanzaba a combatir a chinazos con los del Mercado por el control del territorio.

Por las tardes escuchábamos sentados en corro sus patrañas, que nunca fueron del estilo de ocultar a un cojo un agujero y reírse si se descalabraba. Un día que estaba muy inspirado nos lanzó un discurso como el de las armas y las letras de don Quijote.

“La mentira está en el centro de la vida. El futbolista le hace la bicicleta al rival, el jugador de póker tira faroles como el vendedor de lavadoras, el político, el mago o el predicador. Todos intentan pasar la mentira por verdad. Lázaro de Tormes, Emma Bovary o Cyrano mienten. Unos para defenderse y otros para sacar ventaja. De los grandes mentirosos siempre me admiró Don Quijote, que se miente a sí mismo para levantar la vida nada heroica que le tocó en desgracia”.

Jonás nos hacía jugar a la pelota en un pedregal que llamaba Maracaná, donde organizaba la «Champions” del barrio. Nos decía nuestro mister: «Si practicáis cada día, llueva o haga sol, os fichará un equipo grande, ganaréis dinero y os hartaréis de firmar autógrafos». Como veía que yo no iba a llegar lejos con la pelota, me recomendó estudiar para aprender a mentir con elocuencia.

Se inventó que a sus padres, dados al buen yantar, sus amigos y familiares preferían antes regalarles ropa que invitarlos a almorzar. O que cuando estuvo en el vientre de su madre, a su papá, que era muy bromista, le dio por llamarla mi ballena bonita. “Ya sé qué nombre le pondremos si es niño”, dijo su progenitor. “Se llamará Jonás”, y ambos se morían de la risa.

“No hagas mucho caso a Jonás”, me advirtió una urraca, “es mentiroso como mi marido”. Él me guiñaba un ojo: “¿Para qué revelarle que se la da con queso? ¿Para destruir un hogar, dejar a los niños sin padr y destrozar a la madre su autoestima?”. La bruja descubrió un día a su Paco amartelado con la vecina, lo echó de casa y se convirtió en una mujer sola y triste.

Para Jonás más que la verdad importaba el propósito con el que se miente. Tuvo una novia fea, pero le hacía creer que era muy bella. «¿Tú me has visto a mí? ¿Si ella me encuentra guapo cómo no voy a verla yo hermosa?” Ella cada día lo quería más. “¿De qué hubiera servido desengañarla? Hubiera tenido una novia fea y, además, deprimida”. Se casaron y ella le guardó un amor a prueba de amantes, a los cuales les impuso respetar a Jonás, que era la persona que más amaba en el mundo. Un día las comadres le insinuaron que su esposa no le era fiel, y él sonrió y me dijo que de ella valoraba sobre todo su lealtad. Fue cuando comprendí que los criterios de Jonás sobre la belleza, el amor, la fidelidad o la justicia no eran los usuales.

Se disfrazó de político y se presentó a concejal de sus vecinos, sucios y descuidados. Les decía lo orgulloso que estaba de ellos por conservar un barrio tan limpio. Y ellos, avergonzados, se esforzaron en ser aseados. «La cabra tira al monte y volverán a ser zafios, que es su natural», argumentaba su adversario político, que perdió las elecciones por goleada.

Jonás nos decía que vivía en el «paraíso», el último piso sin ascensor de un viejo bloque: una pieza minúscula, con cocina y retrete juntos, un cuartucho diminuto para los papás y el pequeño salón reconvertido en habitación para los hermanos. No podía bajar ni subir si no lo descolgábamos los amigos por las escaleras, pero eso sí, desde su ventana se veía el mar.

Cuando enviudó el Ayuntamiento le puso un asistente por horas. Lo trasladaron a otro “paraíso” con ascensor aunque igual de pequeñito, y le dieron gratis una silla de rueda eléctrica para no depender de nadie. Así pudo segui escribiendo unos años más su «novela», que nunca fue de tinta y papel.

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