ANA Y EL LICENCIADO DUQUE

ANA Y EL LICENCIADO DUQUE

Fran Nore

07/12/2017

Ana y el licenciado Vicente Duque se encontraron accidentalmente comprando en un tendero de la calle.

Él se quedó mirándola.

– ¿Se acuerda de mí?

– Por supuesto que me acuerdo de usted.

– Señorita… ¿Cómo van por su casa? ¿Y su madre?

Se prolongó una pausa inquietante.

– Mi madre murió hace dos semanas.

– ¡Oh! Lo siento mucho.

El viento murmuraba sacudiendo las telas del tendero de madera.

– Y usted, señor licenciado, ¿piensa permanecer mucho tiempo en la ciudad?

– Sí… tengo mucho por hacer… Tengo bastante trabajo y, además debo resolver unas cuestiones todavía. Vivo solo en una casa arrendada, muy amplia y grande, alejada un poco del epicentro de la ciudad, y ya me siento bastante incómodo con ir hasta allá, puesto que me parece retirado… Además, que me siento muy solo, sin amigos y sin compañía…

– Estamos en idéntica situación, señor licenciado, mi hermano Cristóbal está en campaña militar, lejos de la ciudad… También me… encuentro… muy sola, sin mi hermano, sin amigos, sin compañía… En momentos tan difíciles, pues guardo todavía luto, como comprenderá…

– Entiendo… pero que bueno que pudiéramos acompañar nuestras soledades.

Y Ana simplemente se sonrió, entreviendo una sonrisa tan tranquila y diáfana que despertó en el corazón del licenciado Vicente Duque pálpitos de emoción.

Quiso acompañarla un buen trecho mientras hablaban de otros temas. Pero el tema que más cundía eran los asuntos pendientes del licenciado.

Ana evitaba dirigirse directamente a la desaparición de sus seres queridos. Y descubrió entonces que ya no estaba rodeada por la presencia benefactora de su madre, y también, alarmada, le había llegado la noticia de que su hermano varón, Cristóbal, había contraído una peligrosa enfermedad del Trópico.

La casa de Mérida que ahora era de su propiedad, inmediatamente la puso a la venta.

Comprendió con sorpresa, que en el transcurso de unas semanas, su vida había dado un vuelco inesperado.

Hablaba entre sí y hacía figuras al aire con los dedos, como inventando un juego donde todos sus invitados permanecían ocultos.

– Cuénteme, ¿cómo murió su madre?

– Siempre estuvo muy enferma… Usted mismo la vio en ese estado letárgico… –Se le encharcaron los ojos de lágrimas-. Se cayó una noche en los escalones del pasillo que comunicaba a su habitación, de pronto se golpeó duramente la cabeza cuando fui a auxiliarla y a conducirla a su lecho, y luego se quedó tranquilamente dormida…

El licenciado sacó un pañuelo blanco que le extendió para que se limpiara las lágrimas, y entendió a lo que se refería, se arrepintió de haberle preguntado esas cosas que la entristecía, lleno su ser de inquietas y arremolinadas imprudencias.

Permanecieron en silencio, buscando de qué más hablar.

El licenciado fijaba sus ojos de lince en ella. A su mente se adhirieron los instantes de desazón experimentados cuando la conoció esa tarde en que visitó la casa llevando consigo los documentos que debía firmar su madre.

Ana desviaba la mirada hacia algún punto muerto de la calle estremecida de bruscos sonidos.

– Entiendo. No la culpo por lo que le pasa, no hay que culpar a nadie, en ocasiones pasa igual, No sé qué pensar.

– No se preocupe. De todos muchas gracias. Creí que usted sólo sabía de documentos y escrituras…

Y en la calle la atmósfera se tornó térrea y polvorienta como en todas las calles del mundo, a las horas de la tarde.

¿La volveré a ver?, se preguntaba el licenciado Vicente Duque, en medio de la catarsis. Es una mujer sola, pensó, una mujer bella, adinerada y sola. Y sin embargo, ella no pretende nada conmigo.

– ¿Nos volveremos a ver?

– Es posible.

El licenciado se despidió de ella mientras la arrimaba lo más cerca posible a su casa.

Se despidieron amablemente, él besando su frágil y delicada mano.

El sofoco de la tarde impregnaba sus miradas brillantes.

Pasaron las semanas en que la imagen de exquisita y bella mujer recta de Ana rondaba por la cabeza del licenciado Vicente Duque, que pasaba los días y las noches hurgando por los alrededores frente a la casa de la solitaria dama. Y ella no asomaba ni salía, como antes al balcón, ahora permanecía enclaustrada, presa de un sueño del que no era posible despertarse.

Los fugaces momentos compartidos con ella, misteriosamente quedaban en su mente sin que pudiera contener la emoción de un nuevo encuentro. Estaba terriblemente desilusionado de su propia vida de litigante y quería remediar el curso de esos desafueros de abogacía conquistando a la hermosa Ana Ruiz.

Pasadas otras largas y duras semanas en que su recuerdo rondaba por su mente, unos vecinos de Ana, conocidos del licenciado, le comunicaron que ella se preparaba para hacer un inesperado viaje, que había puesto en venta la casa y que ya tenía a algunos terratenientes interesados en la compra de la propiedad.

Luego al transcurso del mes siguiente, Ana había reunido suficiente dinero con la venta de la casa para comenzar una nueva vida en otra ciudad.

La pálida belleza de aquella mujer era cada vez más distante y su destino más extraño, pensaba él que aquel capricho, tal vez amor, era solamente una loca fijación de su afán de satisfacción personal, que le brindaba un confortable consuelo.

Al mirarla, desde la calle, de súbita asomada por los ventanales mientras caía la lluvia estiada de la noche, extrañas ideas lo agolpaban. Pero tristemente comprendió que ella podía olvidarse definitivamente de todo, de los recuerdos sufrientes, de la ciudad, de él.

Toda la noche el licenciado Vicente Duque deambuló errante, incluso espantando su sueño, a lo largo de la ciudad descomprimida de un modo salvaje.

Anhelaba que la bella y misteriosa Ana Ruiz apareciera ante él, de súbito, llamada por sus anhelantes deseos de verla,

Ana y su belleza melancólica, con sus grandes ojos negros, provocando fugas de ensueño y pasión en sus alterados sentidos.

Nunca imaginó el pobre licenciado que se enamoraría de Ana Ruiz.

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