Salió del templo muy enfadado. Un niño lo alcanzó y le preguntó la causa de su mal humor. Sin voltear a verlo, el viejo, le dijo que estaba harto de las farsas de las instituciones eclesiásticas. El pequeño no comprendió y le pidió que fuera más claro, entonces el anciano se volvió y descubrió al repartidor de periódicos. Cambió su tono y redujo el paso. Dime—le preguntó con voz suave y comprensiva —¿Tú crees en Dios? La respuesta afirmativa fue inmediata, pero surgió otra interrogante. ¿Quién es Dios o dónde está? —Pasaron algunos segundos antes de que el muchacho pudiera responder—. Pues, él es el creador del mundo y vive ahí—señaló el cielo levantando mucho el brazo—. Y ¿qué nos dice? ¿cuáles son sus mandamientos? —El chico hizo un gesto de duda y se quedó con la boca medio abierta—. En la iglesia nos dicen que hay que ser buenos, que tenemos que compartir, que no debemos desear el mal y, en general, hacer el bien al prójimo. Excelente, muchacho, me da gusto que lo sepas. Siguieron andando unos minutos en silencio. El hombre comenzó a hablar de nuevo.

¿Tú haces lo que recomiendan en la iglesia? —preguntó poniendo cara de interés y modulando la voz como si fuera un lobo—. Por supuesto. No quiero ser un niño malo y parar en el infierno— Se oyó una risita dulce, pero cascada— Y ¿por qué habrías de parar en el infierno si no tienes pecados? Pues, porque debo ser obediente y no pensar malas cosas. ¿Sabías que a mí me han condenado a vivir en las tinieblas? Fue precisamente el sacerdote con quien he hablado hoy. Ah, por eso está de mal humor, ¿verdad? No, no es por eso, hijo mío. Es porque todos mis esfuerzos en la vida han sido inútiles. Pero ¿qué ha hecho para merecer ese duro castigo? Nada, sólo he dicho y escrito la verdad. ¿La verdad? Y ¿Cuál es la verdadera verdad? —al octogenario se le iluminó el rostro y miró al frente—. Te voy a preguntar algunas cosas y debes responderme con el corazón, ¿de acuerdo? Sí, de acuerdo. ¿Qué es más útil? ¿Ayunar o compartir el pan con el hermano y el pobre? Compartir—dijo el chico saltando de alegría—. Y qué es más importante ¿desarrollar el espíritu o satisfacer los caprichos del cuerpo? Desarrollar el espíritu. Y qué es mejor. ¿No cometer pecados o ir a confesarse con el sacerdote? No cometer pecados.

El niño se sintió muy a gusto con ese individuo harapiento, pero con sabiduría. Era tanta su alegría que su paso se hizo más garboso y, quien los hubiera visto, habría dicho que eran un abuelo y un nieto felices. Dime una cosa más, pequeño. ¿Qué le pide la gente a Dios? No sé. Fama, dinero, casas, comida, esclavos, fiestas. Y ¿para qué es todo eso? Para ser felices. Entonces, la felicidad está en todas esas cosas, ¿verdad? Sí, pues si todos lo hacen, quiere decir que sí. Pero ¿ellos le ofrecen algo a Dios? —durante unos minutos el chico se vio en una encrucijada y no supo cómo responder, por eso permaneció mudo—. En realidad, el que implora y promete no sabe que pide cosas para satisfacer su ego y no hace nada para desarrollar el espíritu porque el que tiene dinero, se hace avaro y cada vez necesita más; el que pide curación para su cuerpo es para seguir abusando de los malos hábitos; y el que quiere fama, desea usurpar el lugar de su creador. Todo eso lo hacen porque no pueden distinguir quién es Dios en realidad. Y ¿quién es él? Es el espíritu mayor que nos orienta para germinar las cosas que no puede desarrollar el cuerpo. Nuestra carne sólo nos ata al mundo. Es un templo donde debe vivir el espíritu, pero si el cuerpo es malo, el espíritu no puede vivir en él.

Y ¿qué se debe hacer para tener un cuerpo bueno? Pues, hijo, está muy claro, darle las cosas que necesita sin abusar para que se mantenga bien. Por ejemplo, comer, dormir, descansar o ejercitarse. Eso es suficiente, pero ¿qué debemos hacer para desarrollar el espíritu? ¿No lo sabes? Primero, entender que somos parte de Dios, que su fuerza va dentro de nosotros y que, si actuamos de buena fe, él estará siempre en nuestro interior. Si bebemos agua para el cuerpo, vuelve la sed, ¿no es verdad? Sí—afirmó el chico moviendo la cabeza y frunciendo el ceño—. Pero, si bebemos agua para el alma, la sed no vuelve y nos reconforta porque nos da dicha. Sí, pero ¿cómo darle de beber a nuestro espíritu? Es muy fácil. Lo único que hay que hacer es escuchar al corazón. Mira, si ves a un amigo tuyo con hambre y tú tienes un pan, ¿qué haces? Le doy la mitad. Y ¿si alguien llora porque tiene sufrimientos? Pues, le pregunto la razón y le ayudo con un consejo. Y ¿si alguien lleva una carga muy pesada en la espalda y no puede seguir adelante? Le ayudo a cargar. ¿Lo ves? Todo es muy sencillo, pero la gente lo hace difícil porque no piensa en los placeres del alma, sólo le interesa el goce del cuerpo. Así lo hace el que presume de ser bondadoso, el que dice que sigue las normas, el que grita que ha ido a la iglesia, el que jura que es buen trabajador o padre. Todo eso lo hacen para que les reconozcan, pero no lo hacen para el espíritu. Hay que callar y actuar. La gente agradecida te compensará siempre porque recordará tus buenos actos—el pequeño ya no quiso separarse del anciano, pero éste le dijo que tenían que ir por diferentes caminos. Se despidieron y, como recuerdo, el hombre le dio lo que llamaba su libro de cabecera. Era un ejemplar nuevo del “Evangelio abreviado” que llevaba su nombre—. Adiós, querido señor Lev, le dijo con una gran sonrisa y lo abrazó con fuerza.

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