Las abuelitas de antaño, incluidas dos de mis tías abuelas por el lado Buen-Abad, solían tener pajaritos y periquitos australianos en casa y eso propiciaba la existencia de un personaje muy singular que ya en muy pocos rincones, como el pomposo y carísimo barrio de Coyoacán, en la Ciudad de México, ocasionalmente se llega a ver. Me refiero al otrora famoso vendedor de pajaritos, quién, con una pila de jaulas para pájaro cargando sobre su espalda, recorría a pie, muy pacientemente, las calles de la ciudad al tiempo que tocaba un suave silbatito al que se le ponía un poco de agua y así producía un sonido muy característico. El abuelo de Yerid, Don José Ambrosiano, fue uno de esos pintorescos personajes En una de esas y alguna de mis tías abuelas, o mi abuelita materna, llegaron a conocerlo y tratar con él.
Solía traer consigo lo mismo canarios, que petirrojos, periquitos australianos, canaria roja intensa, calafete gris, y cocotillas, entre otros. A mis tías abuelas les alegraba la vida el constante trinar de sus pajarillos. Incluso algunos se les acercaban como si platicaran con ellas. Era mucho lo que Don José Ambrosiano caminaba a diario. Cada día de la semana, incluidos los domingos, recorría una colonia distinta, ya tenía sus marchantas bien hechas, conocía muy bien sus gustos y preferencias y, de vez en cuando, topaba con un cliente nuevo. Nunca se quejaba por el cansancio, calor, hambre ni por ninguna dolencia. Únicamente seguía caminando, solo y su alma, con todos sus pajaritos a cuestas, para allegarse unos pocos pesos que le procuraran las tortillas de cada día, su buena y muy picante salsa verde, o roja, quizá algunos frijolitos negros de la olla, y si tenía suerte, un aguacatito y un trozo de chicharrón, que en la tortillería le vendían muy por encima de su precio normal, eso sí, del bien carnudito, como a él le gustaba.
Usaba aquél ceñudo hombre pantalones y camisa de manta blanca que, al final de la semana, ya había adquirido un tono más bien grisáceo, tirándole a mugroso, pese a que se esmeraba en cuidarlos bien y mantenerlos limpios. También un viejo y desgastado sombrero tejido con paja, y, muy importante, una larga y delgada cincha de cuero negro con la que colocaba sobre su frente, eso sí, con un paliacate puesto, para llevar su carga. Yo era muy chico, quizá tendría cinco o seis años de edad, pero aquél personaje me cautivaba, llamaba poderosamente mi atención su resistencia a tanto sufrimiento, y eso que nunca supe nada sobre su vida privada, familia, esposa, hijos, quizá nietos. Jamás externó una pena, ni un problema. Desde entonces me quedaba claro que los tenía, y muy severos, su rostro arrugado y pies ajados, no me dejaban la menor duda al respecto. Los chavos de hoy, ya no digamos los muy adinerados, riquillos y clasemedieros, sino los de condición más bien humilde, o francamente muy pobre, se quejan todo el tiempo con cualquiera que se descuide y preste su oreja. ¡Nada que ver con esa férrea y silenciosa voluntad!
Por un curioso accidente del destino, recién me enteré de que Don José Ambrosiano ya no está con nosotros, diría que colgó los tenis, pero siempre, desde su más tierna infancia, usó huaraches, así que en realidad podríamos decir que ya colgó los huaraches. Lo más impresionante para mi, es que lo hizo el mismo día, y a la misma hora (aproximada) que mi mamá entregó el equipo, en la madrugada del ocho de abril de este año. Lo escuché, por casualidad, mientras platicaba con otro, vendedor ambulante, de cockteles de frutas.
Supe también que era del pueblo natal de mi queridísima nana, Lupe (quien, por cierto, también lo fuera de mi mamá en su más tierna infancia) y en donde, previa disposición suya, fue enterrada cuando falleció, es decir, de Puerto Lobo, Hidalgo. Yerid también nació ahí, aunque realmente poco sabe sobre cómo vive, y menos aún, cómo vivía la gente ahí. Desde chico fue enviado con unos parientes a la capital, al Barrio Bravo de Tepito, y luego al no menos fiero, de La Merced para que aprendiera algo sobre el comercio y a ganarse la vida vendiendo mercancías ya que nunca se le dio eso de ir a la escuela ni estudiar. Más bien se la pasa metido en líos de todo tipo, incluidos la compra venta de marihuana y cocaína barata, asaltos a mano armada a pequeñas misceláneas y otras minucias similares.
Maquiló mochilas en un pequeño taller familiar oculto en una azotea de las calles de República de Costa Rica mas pronto se dio cuenta de que aquella chamba era muy matada y muy poco rentable gracias, entre otros factores, a la tremenda competencia que las mercancías chinas representan. ¡Bien! Pues si los pinches chinos quieren esa pinche chamba pues que se queden con ella y que les aproveche, después de todo para eso son un chingo y para eso están. Así que primero alguien le ofreció vender gelatinas, finalmente se agenció un carrito de paletas heladas pero él, a diferencia de su abuelo, ya no tenía que recorrer las calles a pie y tampoco en huaraches. Para eso, y para oficiar misa, ahí mismo, en Tepito, venden unas patinetas electrónicas a controladas control remoto con las cuáles lo puede hacer ahorrándose mucho cansancio, igualmente puede conseguir botines y tenis.
Él es más moderno, ya está en otra onda y ya progresó. O al menos es lo que creía pero sus recorridos por aquellas mugrosas y peligrosas calles, especialmente por el muy peligroso, callejón de Manzanares, pegadito a La Merced, le mostraron otra forma de ganarse la vida, mucho más fácil, lucrativa y “de categoría” ¡Explotar prostitutas! Igual de mugrosas, baratas y fáciles de controlar. Si lo consigue, y se aprende los consejos de los padrotes experimentados en el negocio, podría ganar mucho, muchísimo dinero fácil y rápido. Por eso, desde los once años de edad, sueña con ser padrote.
FIN.
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