LA CALLE MÁS FEA

La suya es la calle más fea de la ciudad. Alberto piensa en ello mientras, como cada mañana, la recorre en autobús de camino al trabajo.

Por la ventanilla observa los edificios dispares que se van sucediendo. Antiguas casas con fachada de piedra (de cuando la calle Tomás Alonso era sólo una carretera que unía la ciudad con un pueblito de las afueras) se alternan con edificios destartalados de épocas más recientes.

A un solar vacío le sigue un flamante edificio de los años noventa, con fachada en piedra y bonitos balcones en carpintería metálica. A continuación, de nuevo una casa vieja, ahora otro solar, más adelante una antigua fábrica de conservas, abandonada hace años, con las ventanas tapiadas y la fachada llena de grafitis. Continúa un horrible mamotreto de cinco alturas de los años ochenta o setenta seguido de nuevo por otro bonito edificio de reciente construcción…….

Cuando hace doce años Alberto compró su vivienda en Tomás Alonso odiaba aquella calle. Le desquiciaba la horrible e incoherente combinación de edificios. Pero en pleno boom inmobiliario las viviendas del centro de la ciudad tenían unos precios imposibles. Al final de Tomás Alonso todavía se podía comprar un bonito piso nuevo, a precio asequible y a tan sólo veinte minutos andando de su trabajo.

Al principio, cuando recibía visitas de fuera de la ciudad, Alberto los llevaba a casa dando un rodeo. Para que no vieran aquella calle atroz se dirigía desde el centro hasta a la avenida que lleva a las playas, y desde allí hasta el extremo de la calle donde se encuentra su vivienda. Por aquella zona sólo había chalets caros y bien conservados, nada que ver con Tomás Alonso….

A mitad de trayecto el autobús hace una de las paradas. Alberto, que pertenece a la vieja escuela, se levanta para ceder su asiento a alguna de las numerosas personas mayores o madres con niños que cogen allí el autobús todas las mañanas. No es de los que se hacen los despistados mirando por la ventanilla. Hoy saluda a una mujer de unos sesenta años que sube con un cesto vacío, para probablemente dirigirse a uno de los mercados de la ciudad.

  • – Siéntese Doña Carmen- le dice él ofreciéndole su asiento.

Y ella, que desconoce su nombre, le contesta sonriendo:

  • -Gracias joven.

Cuando el autobús reanuda su marcha, Alberto recuerda lo que ocurrió en aquel mismo lugar hace ya ocho o nueve años. Una tarde, al volver a casa caminando después del trabajo, a mitad de la calle una multitud se agolpaba delante del portal de un edificio viejo. Desde lejos podían oírse gritos de protesta y silbidos. Alberto, poco amigo de tumultos y manifestaciones, se cambió de acera pero continuó aproximándose intentando descubrir lo que había ocurrido.

Cuatro policías con cara compungida acompañaban a dos hombres vestidos con traje y con pinta de funcionarios. Junto a ellos, una mujer de mediana edad y aspecto elegante hablaba en nombre de otra más mayor que lloraba a su lado, mientras era consolada por una chica con look hippy.

A medida que se acercaba, Alberto fue reconociendo a muchas de las personas que se amontonaban en la calle. La mujer que hablaba con la policía era su vecina del cuarto A. También conocía a la chica hippy porque compartían el autobús todas las mañanas. Un poco apartados y sujetando una pancarta que decía “Todos con Carmen” pudo ver a la pareja que todas las noches sacaba a pasear el perro a la misma hora que él salía a hacer ejercicio. También estaban allí la propietaria del quiosco donde Alberto compraba el periódicos los fines de semana, el dependiente del pequeño ultramarinos situado unos portales antes del suyo, el señor gordito que todas las mañanas acompañaba a sus dos niños a la parada del autobús, el anciano de la visera verde que vive unos edificios más allá, la señora del Ford fiesta azul a la que le cuesta horrores aparcar su coche, las chicas con pinta de estudiantes que viven a mitad de la calle, el hombre con perilla que baja en bici en dirección al centro todas las tardes….

Alberto los observaba dándose cuenta de que todas aquellas personas eran vecinos suyos. De repente, alguien a su lado le dirige la palabra para explicarle:

  • – Pobre mujer, con una mísera paga de viuda y quieren echarla a la calle.

Girándose, Alberto ve al dueño de la barbería a la que había ido alguna vez.A su lado, la que debe ser su mujer los sorprende gritando a pleno pulmón:

– Vergüenza!!! Vergüenza!!!!! – al tiempo que hace sonar una cacerola golpeándola con un cucharón. Otras mujeres siguen su ejemplo y comienzan a gritar y golpear estruendosamente sus cacerolas.

En aquel momento Alberto decidió que no tenía prisa en llegar a casa. Prefería quedarse allí intentando apoyar a sus vecinos, aunque sólo fuera haciendo bulto. Al cabo de un rato se sorprendió a sí mismo mientras emitía un agudo silbido, para a continuación ponerse a gritar él también

– vergüenza!!!,vergüenza! – decidido a no irse de allí mientras no pudiesen frenar aquella injusticia.

Un fuerte frenazo del autobús le trae de nuevo al presente, provocando que esté a punto de caer encima de la Señora Carmen.

  • – Cuidado joven, no vaya a lastimarse
  • – No se preocupe – le contesta él sonriendo.

Y mirando a través de la ventanilla, observa de nuevo como los feos edificios continúan sucediéndose de camino al centro. Y no puede evitar pensar lo mismo que pensó aquel día ocho años atrás, cuando después de horas en la calle, entre todos consiguieron finalmente su objetivo : Quizás la suya, después de todo, no es una calle tan fea.

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