Algo eclipsó la luz del sol que calentaba mis párpados. Abrí los ojos dispuesto a fulminar con la mirada a quien había interrumpido mi momento de paz y lo único que conseguí fue llevarme un susto de campeonato: un objeto extraño de color blanco flotaba a escasos centímetros de mi nariz.
El respaldo del banco evitó que cayera de espaldas durante mi torpe intento de huida, pero no que mi cabeza comprobara la dureza del metal oxidado del reposabrazos. Sin embargo, el dolor me vino al escuchar la risa burlona de David, mi mejor amigo de la infancia: él era el dueño de aquel objeto flotante, un balón de rugby sin estrenar comprado por su padrino en Escocia.
Yo había llegado a nuestro lugar de encuentro con bastante antelación y él casi nunca era puntual, por eso me pilló por sorpresa. En fin, tras dedicarle unos cuantos insultos y acordarme de todos sus ancestros, decidimos ir a la cancha de cemento de la Sagrada Familia a probar su nuevo juguetito.
Bueno, fue él quien lo decidió. A mí esa zona no me gustaba nada, pues era uno de los territorios preferidos de M.A., un pobre diablo al que nosotros veíamos como el rey de la calle cuando no era más que un esclavo del caballo. Se ganó su apodo por la cresta formada por los pocos pelos que le quedaban y por la cacharrería que colgaba de su cuello, y era famoso por su capacidad para vaciar bolsillos.
Y es que a David le encantaba hacerme sufrir. Además de recordarme el susto durante todo el camino poniéndome una y otra vez la dichosa pelotita delante de las narices, se empeñó en dar un rodeo para pasar por el solar donde solían pincharse todos los yonquis del barrio. Por suerte, en ese momento no había nadie en aquella plantación de jeringuillas. Cuando nos agachamos para ver una de cerca, David, el chico duro, casi se mareó al ver dentro restos de sangre. Se libró de mis burlas porque justo entonces escuchamos unas voces rotas al otro lado del muro. Salimos de allí pitando.
El cielo ya se había cubierto cuando llegamos a la cancha de Nuestra Señora de Fátima. Aquella tarde nadie jugaba. En la grada, un grupo de niñas destrozaba a gritos varias canciones de los Hombres G mientras hojeaban una Súper Pop y luchaban contra la brisa que agitaba sus rizos bañados en laca. Algunas vestían cazadoras vaqueras demasiado ajustadas como para ocultar las hombreras que dormían bajo sus camisetas rosas o blancas y todas, excepto una rubia bajita que llevaba calentadores y minifalda, torturaban sus piernas con pantalones ceñidos.
No muy lejos de allí se oían las risas de una pandilla de veinteañeros que tenía por común el cuero, los pinchos y las tachuelas, aunque uno llevaba cresta mientras los otros lucían tupé o melena. No parecía molestarles los que bailaban break-dance frente a ellos, muy cerca de una de las canastas, a pesar de tener el loro escupiendo a gran volumen música muy diferente a la habitual para sus oídos. Todo el mundo convivía allí sin problema, perteneciera o no a una tribu determinada, quizás porque nadie sabía muy bien lo que era en realidad.
Para mi disgusto, también estaba allí M.A, tirado como un saco y luchando por respirar. Nada más verlo, David empezó a pasarme la pelota, pero apuntando hacia él. Yo estaba negro, mis manos eran de manteca, cada dos por tres se me escapaba aquel balón ovalado que botaba de manera imprevisible. Pronto ocurrió lo que era de esperar: un lanzamiento demasiado fuerte que solo acerté a desviar ligeramente acabó dando en el blanco. No, no me refiero a M.A, sino al «Perrote», el viejo más insoportable, tacaño y mezquino que haya existido en la faz de la tierra y que justo en ese momento pasaba por allí acompañado de su hija.
El jaleo fue tremendo. Muchos oídos se asomaron por las ventanas atraídos por los gritos. Lo que escucharon fue el discurso típico en estos casos: que si aquello era una vergüenza, que si los jóvenes eran unos maleducados que no respetaban nada, que adónde íbamos a llegar, etc. Mientras la gente de las otras pandillas se reía con los exabruptos del «Perrote» y su hija intentaba calmarlo, David optó por hacerse el sordo. Esa actitud cabreó más al viejo, que se abalanzó sobre él para arrebatarle la pelota; entonces se sucedieron los tirones, empujones e insultos por ambas partes.
Por fortuna, una lluvia fuerte y repentina separó a los contendientes. Lástima que ambos buscaran refugio en el mismo portal. David, aferrado a su balón, siguió aguantando el otro chaparrón, el ofrecido por la boca de aquel hombre insufrible. Pero la cosa tuvo su gracia: justo cuando el viejo volvía a cargar contra las pintas y la actitud de los jóvenes de nuestra época, los chicos vestidos de cuero salieron a empujar un «cuatro latas» que se había quedado parado en medio de la calzada, todavía sin asfaltar por aquella época. Mientras ellos se empapaban para echar una mano, el «Perrote» solo acertó a callarse y mirar hacia otro lado, demostrando, una vez más, que los discursos son los únicos méritos de los cobardes.
Esta tarde, un chaval que tropezó conmigo porque andaba más atento al móvil que a dónde ponía los pies aún tuvo más que decir. Seguí mi camino echando pestes de los adolescentes de ahora, siempre enganchados a los puñeteros móviles, hasta que vi a una chica ofreciéndose a llevar las bolsas de la compra de una vecina con la que se cruzó en el portal. Fue en ese momento cuando me acordé de aquella tarde en la cancha. Pensé que lo importante en el fondo no cambia, que los más jóvenes tan solo intentan adaptarse al mundo que les ha tocado vivir. Y que la mayoría todavía alza la voz por encima de lo que dictan los tiempos dejando en silencio muchas bocas.
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