Hace una semana volé con Chris a Madrid. Podría decir aquello tan poético de que iba a enseñarle la ciudad que me vio crecer, pero es mentira, porque la histórica villa no mira, sólo miran sus gentes, a veces a deshora, a través de las ventanas del patio, con ojos de lechuza impertinente, y otras veces con la sincera fascinación con la que mi madre y las madres de mis amigas, sentadas en corro en las terrazas de los bares de la Avenida de Felipe II, veían a sus hijas jugar.

El barrio de Salamanca tiene la “mala”, y falsa, reputación de ser el barrio más pijo de Madrid, pero yo estaba decidida a mostrarle a mi acompañante que tiene sus rincones, entre ellos esa plaza de puro cemento contra el que yo me abrí más de mil veces las rodillas y en el que enterré mis más terribles secretos de adolescencia. En esa misma plaza, la plaza, había también una tiendecita, una “fábrica de churros y patatas fritas”, según rezaba el ochentero cartel amarillo sobre sus puertas, donde yo me compré durante años mis chuches y más tarde, los churros que, para agilizar mi absolución, llevaba a mi casa los sábados a primerísima hora de la mañana cuando volvía de fiesta. La dueña me llamó siempre por mi nombre.

La semana pasada, sin embargo, de pie frente al local, me sentía transpuesta: la churrería había desaparecido. En su lugar, habían abierto otro bar, una franquicia. Mientras improvisaba una alternativa a los churros más ricos de la capital que le había prometido a Chris, oí que alguien me llamaba. No era la churrera.

  • – ¡Hombre, Luis!- saludé al que había sido mi vecino del segundo, sorprendida de encontrarle allí y de que supiese mi nombre. Estaba sentado en una de las mesas de la franquicia, a las que hasta hace un instante yo estaba dando la espalda.
  • – ¿Qué tal te va? Ya nos ha dicho tu madre que estás en Alemania…
  • – Muy bien- contesté yo, sin pararme a explicarle que no vivía en Alemania. Ese “nos” me había puesto en alerta, a su lado, se sentaba su mujer, Ana, a la que recordaba en el ascensor menos locuaz que su marido, pero sonriente, siempre con prisas por llegar a la librería que ambos regentaban. Esa tarde, en su silla de ruedas, parecía que le hubiesen arrancado las prisas. Luis se dio cuenta de que la miraba.
  • – A nosotros nos va regular, como puedes ver. Hace un par de años le diagnosticaron esclerosis múltiple a Ana y hemos tenido que delegar un poco con la librería- me explicó, mientras su mujer sonreía triste.
  • – Vaya, lo siento- lo hacía sinceramente, a pocos vecinos les tenía tanto cariño como a ellos y a su negocio, donde se compraban y vendían los libros de segunda mano de medio barrio-. De hecho, tenía pensado pasarme después con…-caí en que no había hecho las presentaciones-. ¡Casi se me pasa! Este es Chris, mi novio. Chris, mis vecinos, Ana y Luis.
  • – Encantada- dijo Ana.
  • – Encantado, chaval.
  • – Pues eso-, continué- íbamos a pasarnos por la librería. Quería encargaros un par de cosas, y enseñarle un negocio que es una institución.
  • – Pásate de todas formas- me animó ella.
  • – Sí, pásate, el chico que está al cargo es muy majo. Y hasta ahora hemos encontrado todo lo que nos has pedido, que yo sepa- añadió él, con su gracia habitual-. ¿Buscas otro libro de piano?
  • – ¿Tocas el piano?- me interpeló Chris.
  • – Tocaba el piano- corregí-. Hay muchas cosas que me he dejado en Madrid…
  • – ¡Vaya que si lo tocaba! A veces la tarde entera, pero casi siempre a mediodía, en la hora de comer del colegio…¡y no hacia mas que equivocarse!- rió Luis.
  • – En el fondo te encantaba- suavizó su mujer-. Te venías a la cocina porque la ventana da al patio y así podías oír mejor. Te acordabas de así de cuando Anita era pequeña y tocaba también.
  • – ¡Si hasta me regalaste un libro de partituras!- le recordé yo.
  • – ¡No te fastidia! Para que dejases de equivocarte…- contestó, perspicaz, mi antiguo vecino.

En ese mismo instante, apareció una de sus hijas, no sé si era Anita o su hermana. Llevaba a una niña de la mano, vestida con el mismo uniforme que un día llevé yo.

  • – Hola, ¡cuánto tiempo!- me dijo y, tan rápida como su madre antes, se giró hacia sus padres-. ¿Nos vamos? La niña tiene que hacer los deberes.
  • – Sí, claro, faltaría más. Toma, ve pagando- dijo Luis dándole la cartera.- Bueno, Isabel, pásate por la librería, ya les diré que te traten bien…y espero que la vida haga lo mismo.
  • – Por lo menos, eso parece- dijo Ana-. Seguro que te va muy bien, que ya sé que estás en Austria, no en Alemania, que nos lo contó tu madre el otro día en el ascensor.
  • – Encantada yo de veros- me despedí.

Unos minutos más tarde los vi marcharse. Luis arrastraba la silla de ruedas, su nieta se había aprovechado para escaparse a jugar otra vez mientras su madre pagaba y ahora volvía hacia ellos corriendo, con una bolsa de chuches en la mano.

Chris miraba la estatua de Dalí, al fondo de la plaza.

  • – ¿Qué te parece?- le pregunté.
  • – ¿La estatua es de verdad de Dalí? Es bastante fea- me contestó sincero. Tuve que reír.
  • – Pero lo importante no es eso. Tampoco importan los churros- le consolé-. Conozco otro sitio donde son mejores.

No supe explicárselo bien. Madrid se puede conocer en cinco días, pero para conocer a sus gentes hace falta jugar en una plaza y vivir en una casa con patio.

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