CALLE BUENAVISTA, 13

CALLE BUENAVISTA, 13

Toñi Romana

08/03/2018

Quiso la caprichosa fortuna que en 1980 destinasen a mi padre a la fábrica de pastas caseras Gutiérrez que acababa de abrir en el centro de Madrid, lo que supuso abandonar nuestro Cáceres natal.

Con los ahorros guardados durante toda una vida y la inestimable “colaboración” del banco, padres compraron un pisito en Lavapiés, que, por aquel entonces, estaba dejando de ser una barriada obrera de inmigrantes nacionales, y cientos de extranjeros comenzaban a tomar la zona.

Nuestro “palacio”, situado en la calle Buenavista, 13 Bajo izquierda, tenía cuarenta y siete metros cuadrados (lo sé porque los medí), y estaba compuesto por una cocina-comedor, un baño, donde también comíamos, y dos habitaciones. Teniendo en cuenta que éramos siete (mis padres, mis cuatro hermanos y yo) os podéis imaginar las peleas que se armaban todas las noches para ver quién dormía en una cama.

Lo mejor del inmueble era la ubicación, puesto que a través de tres arterías llegábamos a Antón Martín (calle Ave María), a Tirso de Molina (calle Jesús y María) y a La Latina (calle Embajadores).

Yo era un mocoso de siete años pero odié el cambio, porque donde antes veía naturaleza y respiraba aire puro, ahora se levantaban bloques de hormigón y olía a tubo de escape y a alcantarilla, pero, sobre todo, por la inseguridad. Salieras a la hora que salieras, ahí estaban los borrachos delirando; los drogadictos con la jeringuilla colgando; los camellos colocando su mercancía; los enfermos de sida durmiendo entre cartones… Pronto aprendimos que la regla básica de supervivencia consistía en no llevar las manos metidas en los bolsillos, porque entonces te convertías en un blanco fácil.

A padre tampoco le gustó su nueva vida, y halló en la botella de anís El mono su compañera inseparable de fatigas, en la que ahogaba todas sus penas.

Los años pasaron muy lentamente. Padre cada vez estaba más disgustado y eso se notaba en casa y en la relación con madre. Un día, el muy desgraciado, llegó tan borracho que, sin mediar palabra, comenzó a atizar a madre, hasta que mis dos hermanos mayores le sacaron a golpes del apartamento.

Nunca regresó y como nunca regresó, madre tuvo que salir a buscar trabajo, porque para ella lo más importante era que nosotros cinco no dejáramos los estudios.

Yo ya tenía trece años, los suficientes para imaginarme cómo podía conseguir dinero una mujer que a media tarde salía de casa arreglada y bien perfumada, y regresaba con los primeros rayos de luz con la cara descompuesta por la vergüenza y alguna que otra mancha blanquecina sobre su ropa, por lo que decidí actuar.

Con un par de “juegos de mano” que había visto en el barrio, en dos fines de semana ya había conseguido cuatro carteras y un reloj, y es que, como decía el refrán, “no hay mayor maestra que la necesidad”.

Así transcurrieron mis siguientes cuatro años, siendo un estudiante ejemplar de lunes a viernes, y haciendo mis “apaños” los fines de semana. Mi día favorito era el domingo, porque miles de incautos despreocupados se amontonaban en el Rastro haciendo más fácil mi labor recaudatoria. Cierto que a veces te llevabas algún susto- un madero de paisano que te confiscaba la mercancía, un señor que te cogía in fraganti con tu mano en su chaqueta y te daba un guantazo-, pero eran gajes del oficio que nunca pasaban a mayores.

A madre le dije que trabajaba en Telepizza. Dudo que se lo creyera, pero Ramiro y Javier estaban en la universidad y ésta no se pagaba sola.

Entrados los noventa, la heroína y el sida estaban presentes en Madrid en general y en cada de esquina de Lavapiés en concreto. Sin embargo, llegaron nuevos aires al barrio con la entrada de los grupos antisistema, los colectivos okupas, las asociaciones de inmigrantes y las organizaciones LGTBI, que se establecieron en la barriada con el fin de reivindicar la defensa de las minorías y trazar sus estrategias de lucha contra un sistema capitalista que cada vez oprimía más a las clases indefensas.

Yo seguí con mi negocio hasta el 3 de marzo de 1991, porque cumplí dieciocho años y un abogado de oficio me avisó de que, si a partir de entonces me cazaban, las condenas serían mucho mayores. Para seguir ayudando en casa me puse a trabajar los fines de semana de camarero en uno de los doscientos restaurantes indios que se estaban abriendo en la calle Lavapiés. Mientras tanto, me aplicaba para sacar la licenciatura de Derecho.

En cuarto de carrera, una noche de invierno excesivamente fría, regresaba de la universidad con las manos metidas en la cazadora, cuando a la altura del metro de Tirso de Molina sentí la punta gélida de una navaja sobre mi cuello.

– Da… Da… dame lo que tengas, tronco– me susurró una voz que apestaba a alcohol.

El borracho que me amenazaba apenas podía sostenerse en pie, por lo que, sin pensármelo dos veces, me zafé de su mano y le pegué un empujón con todas mis fuerzas que lo lanzó a la carretera, con tan mala suerte que, en ese instante, un coche pasó por ahí y se lo llevó por delante. Corriendo, me acerqué a socorrerle, pero, al verle la cara, perdí el conocimiento.

El individuo falleció al instante, igual que madre y yo, que morimos un poco más por dentro al conocer que la persona atropellada era padre. El juez no tuvo piedad y me condenó a diez años de cárcel, que fueron los más duros de mi miserable existencia.

Hoy, 25 de enero de 211, he salido en libertad y al poner un pie en Lavapiés me he quedado sorprendido con la transformación que ha sufrido el barrio: se han cerrado muchas calles al tráfico, arreglado varias calzadas y edificios, abierto nuevos locales de negocio, ampliado las zonas verdes… pero, el cambio más importante ha sido descubrir que ahora se respira seguridad.

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