Y aciago y circunspecto miraba sin ver y oía sin escuchar a través de las sombras y el murmullo de los pasos de ajetreados transeúntes para los que no parecía tampoco existir.
De vez en cuando el sonido tintineante de una moneda al caer le devolvía al presente obligándole a abandonar reminiscencias de un pasado en el que aún existían multitud de posibilidades.
Las noches de invierno cobijado bajo un viejo edredón deshilachado y raído recordaba el calor del hogar tan lejano, mientras la humedad hacía estragos en su cuerpo y la tristeza en el alma.
Testigo invisible de correrías infantiles, confesiones de adolescentes y amores furtivos. Ignorado y desdeñado para evitar el dolor de ver y entender.
Atisbos de un pasado que aún se antojaba más lejano entre despertares de sobresalto mezcladas con dulces sueños de infinitos posibles futuros y la negación de la abrupta realidad como huída.
Nadie supo jamás si la calle le llevó a la demencia o la demencia a la calle. No se trataba tampoco de un tema que a nadie interesara.
Y un día su corazón se paró. Nunca se supo si de tanto frío o de tanto guardado.
Murió como vivió, en silencio. Y sus últimos segundos no le llegaron para entender el por qué de tanto revuelo a su alrededor, pues por extrañas paradojas de la vida, ahora que desearía ser invisible todos le veían. Desde entonces no faltan las velas y las flores dónde cayó…
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