En tiempos de mi infancia.

En tiempos de mi infancia.

Nati Bosch Roca

07/03/2018

Calle Bola.

El número era aquel que te hace ser mayor de edad ante la ley, y por el cual te pasas toda tu infancia esperando a que llegue ese día.

Mi callejón olía a hogar. Siempre dejábamos la aldaba de la puerta puesta sin temor a que entrara alguna voz desconocida.

Por las mañanas, el balido de las cabras era el despertador que amenazaba con levantarte de la cama sabiendo que había abierto el sol sus pestañas. Ignacio, así se llamaba el pastor longevo que trasladaba el ganado desde su antigua vivienda ofreciendo leche fresca. Sus manos, deslucidas, se abrazaban a las ubres que sin querer, tosco, estrangulaba.

Recuerdo como si de un flashback en blanco y negro se tratase, a mi abuelo vestido de rojo con una barba hundida en algodón repartiendo ilusiones a niños que gritaban su nombre, y luego estaban los que lloraban, acercándose temerosos a coger sus regalos.

Los banderines de colores salteados adornaban el cielo junto con una piñata que pocas veces atinábamos con un palo de escoba y los ojos vendados.

—¡Dale fuerte Naira! — A la izquierda, más a la izquierda—…Y así hasta lograr romperla y lanzarnos al suelo a por nuestra recompensa.

También se rumoreaba que un vecino retenía en un habitáculo no más grande que un armario de cocina, a un chimpancé salvaje que ocultaba en la umbría. Alguna vez que pasaba en dirección a la tienda de Gabrielito divisaba lo que parecía ser una crisma cobriza asomándose por los barrotes de su jaula.

El mar se encontraba a unos 300 suspiros prolongados, y cuando la brisa sacudía las tardes, olía a salitre pura que llegaba de rebote. Así recuerdo el perfume que cada habitante traía en su espalda, gente humilde con expresiones diáfanas.

Nuestras vidas transcurrían en una plazoleta estrecha con bancos casi ajados de tantas noches en vela, y en medio una palmera de hojas recias esperando el susurro del agua ausente. Geranios, de tonalidades encarnadas, alegraban el entorno de paredes nevadas.

—Ismael, son las nueve y pico, sube que tienes la cena en la mesa—.

Josefina era la mayor del linde, era como la bisabuela de uno de los chiquillos que allí vivían. Sus arrugas se apreciaban desde las rendijas de la persiana dónde cada tarde vigilaba cada movimiento que allende sucedía.

Mi barrio, escondido en una ladera, silenciaba historias de aquellos vecinos que silbaban leyendas.

—Suspiro—, añoranza férrea.

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