La calle es solo una extensión del alma, es la continuación de la tristeza por otros medios, es la certeza de la existencia del otro, una hemorragia de emociones guardadas en frágiles cascarones llamados cuerpos.
Las calles de Venezuela son despedidas en potencia, amores imposibles, caminos ciegos a la esperanza, ausencias ambulantes, un país detenido bañado en el estiércol del diablo, del chorro de petróleo que es gracia y maldición, sediento de dólares, abundante en dolores.
Las calles de mi ciudad, Maracaibo, son desiertos de sentimientos, bañados por 40 grados centígrados a la sombra. Escenarios apocalípticos de un film western futurista, sin héroes y plagados de villanos, con un transporte público que compite en locura vehicular con Mad Max. Víctimas por doquier: el niño que pide en el interín de la luz roja, el trabajador que espera un transporte que no existe, la novia que mira de reojo su celular, el ladrón que escudriña a su próxima presa, el dogo famélico que escarba la basura y la comparte con dogos humanos deshumanizados, esperando, esperando como en el Pedro Pedreiro de Buarque: esperando sol, esperando tren, esperando aumento para el mes que viene, esperando un hijo para esperar también, esperando la suerte, esperando la muerte.
Frente a una panadería, «viven» de día un enjambre de niños de variopintas edades, que muta cada hora; sucios siempre, dormitan en las puertas mendigando un pan, que los que entran al recinto también mendigan, escudriñando en tristes cuentas bancarias de muchos ceros y poco valor.
Desde el piso, observan el tráfico de la Avenida Guajira, que entre huecos y mafias conduce a la vecina Colombia, que está a dos horas pero tiene años aquí. En sus bordes, como quienes esquivan a una serpiente, los ciudadanos sin ciudad esperan el transporte de la ciudad sin ciudadanos. Unos van cerca, otros buscan una frontera desdibujada donde intercambiar urgencias.
Ellos miran de reojo al enjambre. Sus juegos son atajar puertas, inventar frases para la limosna, alguna lata o artefacto que la basura cercana donde retozan les otorga. En ocasiones, como un dia cualquiera, la sorpresa es mutua, es de ambas vías, es una calle de ida y vuelta. Un pequeño castillo inflable, de colores mustios bañados en mugre, se instala -nadie sabe cómo- en las puertas limosneras para que el enjambre juegue, para que el hambre se distraiga, esperando, esperando. La tristeza de quienes llegan a comprar se entretiene un rato con el show, sin que la mente pueda articular alguna frase cuerda, lógica. Alguien esboza una sonrisa, tímida, como la niñez que retoza inadvertida en el juguete-basura.
A veces el enjambre crece, y los niños no son tan niños, son adolescentes. Una de las abejas, una muchacha que aparenta doce años o mas, se recoge el pelo -sin color que se pueda distinguir-. No hay en sus manos un celular para pasarle mensajes al chico del colegio que las hormonas le señalan, o a la amiga del alma, solo restos pegados de la basura. No hay sueños de Disney para soñar.
Los locales del pequeño «centro comercial» han ido cerrando uno por uno. Subsisten los que se aferran a las primeras necesidades: comida y licor. En ocasiones, al enjambre mugriento se le suman enjambres de trabajadores de la cervecera y de la embotelladora de refrescos que cruzan la calle para mojar las gargantas con lo que se pueda, un rito sagrado que no es nuevo: el alcohol mitiga las penas de la explotación, obnubila las mentes sedientas de esperanza.
Mi desesperanza la acaricio a pocas cuadras, en una casa que no por coincidencia subsiste al final de una calle ciega. Al igual que el enjambre, intento hurgar en la basura del internet y las redes sociales, en el vaivén de la cobertura inalámbrica de mi celular, porque el teléfono y el wifi se fueron con los cables que se roban para venderlos en Colombia. Me fumo un cigarrillo, ya sin ganas como en la canción, tratando de adivinar a que hora quitarán la luz hoy. Démosle control save a la vida para que no se pierda.
Llegan destellos de la vida en otros lares por el instagram que se carga lento. También tienen enjambres, trabajadores sedientos, injusticia. Pero como dijera una poetisa hace mucho, «todo lo que no se nos parece es bello». Y es allí donde el país completo se vuelve una saudade, una melancolía inexplicable, mezclada con sueños que llegaron a su fin o que nunca lo fueron.
Extingo el cigarrillo y mis articulaciones me recuerdan que esta película a la que llamo vida ha transitado por el clímax indicado en el guión y comienza su desenlace. Que camina por la calle, las calles, y que, Blades dixit, como en una novela de Kafka, el borracho ya dobla por el callejón. Y sin saber por qué ni cómo, tal cual el sucio inflable que llegó al enjambre, me veo retratado en la mirada sin sentido de la chica del pelo recogido y sin color definido. Una mirada que me dice, me susurra al oído: bienvenido a la desesperanza.
Las calles de noche asustan a cualquier luz. La oscuridad reina, manda, somete, carcome. Sin aviso, cesa el fluido eléctrico, y se incrementa en mis oídos el viento que bate los árboles en la oscurana. Una, dos, cinco, diez, aparecen tímidas un enjambre de estrellas en la ciudad negra. La poesía cede al hecho científico: muchas son sólo la luz que tardó siglos en llegar a nosotros, y los cuerpos celestes que engendraron dichos rayos fríos y blancos ya no existen. Son tan falsos como los discursos, tan vanos como las dichas pasajeras.
La calle es una sola y son muchas. Intersecciones del alma colectiva. Las calles de mi país son una tristeza de todos. Mañana seguirá el enjambre allí. O a lo mejor no. Y los ríos de trabajadores imitando a Pedro Pedreiro, las mafias, y el hambre. La sorpresa es nuestro himno nacional, nuestro leit motiv, nuestro esprit de corps. Un país saudade.
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