Pienso a menudo en que no volveré a ver a mi padre. La señora Bauer me contó que había muerto unas semanas antes de mi vuelta. Pensarlo me hace tanto daño como si me apretasen con unas tenazas en la boca del estómago. En ese momento solo existen los murmullos que los sábados se desataban entre las columnas de las galerías de la Heineplatz. Atravesaban el aire como el zumbido de un enjambre de avispas hostigadas por un palo invisible que las alborotase alrededor del avispero.

Esos días, mi madre nos despertaba algo más tarde que de costumbre. Sin disimulo, dejaba mi ropa en la cocina para que me vistiera vigilando el cazo de leche que había puesto a hervir mientras a mi hermano Hans lo llevaba hasta su dormitorio. Ni siquiera cerraba la puerta y yo la veía mesándole el cabello rojizo con unas manos ligeras que he añorado desde niño. Despacio lo vestía delante del espejo de su armario y entre susurros entrecortados lo convencía de que era el más bello de entre todos los niños de Alemania. Tan hermoso, Hans, que mereces el planeta. Pero no era verdad. Mi madre lo acicalaba con mimo. Le anillaba alrededor de su cuello el jersey que había tejido meses antes para mi; metía por la manga una mano con el puño cerrado, primero un brazo; a continuación, el otro y luego estiraba el suéter que quedaba a la altura del ombligo de Hans como si el Ecuador cortara la tierra a la mitad. Creo que mi hermano no soportaba esa imagen ridícula con mis jerseys pequeños, pero, callado, era incapaz de contrariar a mi madre.

Después de desayunar salíamos a la calle bajando las escaleras a empujones. Al poner el pie en la acera, asustados por el trajín de la gente y los automóviles caminábamos cogidos de la mano de mi padre y ya en la plaza, íbamos sorteando a otros padres que con sus hijos se agolpaban entorno a un montón de estampas. Apretujados en la primera línea de los puestos sus manos sedientas caían como gotas de lluvia sobre las postales. Al llegar nuestro turno, mi padre se recreaba buscando la marca, el sello inconfundible de un buen conocedor del oficio.

Con habilidad, Hans se deshacía del cuidado de mi padre huyendo a un rincón donde otro par de críos jugaba a la pelota. El juego era apenas un pretexto para apartarse de nosotros y acomodarse en ese espacio distante desde el que emitir un juicio implacable con su mirada sin inocencia. Envuelto en un silencio que lo destrozaba todo, mi hermano me gritaba ¡Fuera! ¡Vete!… ¡Vete!, repetían sus ojos de acero desde el tranco de la puerta de algún portal de la plaza. Lo quiero todo. Yo me agarraba con más fuerzas a mi padre, apartando los ojos de Hans para mirar las imágenes de postales que pasaban ante mi, vertiginosas.

Algunas veces, pocas, mi padre regateaba el precio de una o dos imágenes con las que se había topado al escarbar en las pilas sin orden.

-¡Mira, Maximilian! ¡Mira! En su voz febril yo adivinaba que el azul, el blanco y el toque de sanguina que daba a la postal ese matiz rosado lo acababan de enloquecer.

-¿Por qué hilan, papá?

-Es su oficio.

Los niños, aburridos de las estampas, se arremolinaban en el rincón de la plaza en el que Hans estiraba el jersey como mi padre trataba de estirar esa mierda de Reichmarks que eran papel mojado después de la Gran Guerra. Otro día será. Otro día, Maximilian. La fiebre de su voz se apagaba hasta convertirse en un vaho de hielo. Entonces daba un gritó para llamar a Hans aunque era yo quien se acercaba al rincón a decirle que era hora de marcharnos. A esa altura de la plaza podía escuchar las carcajadas secas de los otros niños mientras mi hermano contenía la respiración intentando que desapareciese su panza al descubierto.

-Vamos. Papá no ha podido comprar una postal de unas mujeres que hacen labores.

Sin decirnos una sola palabra más, mi padre acariciaba el pelo sedoso de mi hermano.

– Estaban hilando un paño, Hans. Tejían como cuando tu madre hace un suéter para vosotros.

– Teje para Max, protestó mi hermano plantado en medio de la plaza, apretando los puños como cuando mi madre le ponía los jerseys, primero un brazo, a continuación, el otro. La furia del lo quiero todo asomó a sus ojos de niño. Sin decir nada, mi padre siguió caminando.

Hace doce años que no veo a Hans. Hubiera reconocido su cuerpo salpicado de pecas entre miles de cuerpos. En las duchas, en los barracones, en los crematorios, en la cola de la cena, en las zanjas, en la enfermería. En la enfermería otra vez… Hubiera reconocido el ecuador de su panza sebosa.

Las últimas palabras que escuché de mi padre fueron para él. Cierra, Hans, dijo. Hace frío. Mi padre está enterrado en una fosa municipal, pero todavía no he conseguido encontrar dónde. A veces pienso que es mejor así. ¿Cómo voy a explicarle que ese frío que salió de sus labios como una simple queja en una mañana de invierno se ha convertido en un tesoro que no quiero que la memoria destierre jamás? Algunas noches extraño incluso el cuerpo redondo de mi hermano Hans, frente a ese espejo que alguien nos robó.

Cuando éramos niños íbamos con mi padre a mirar postales a la Heinepltz, aunque no veo a mi hermano desde hace doce años… ¿Sabe?Hubiera reconocido su cuerpo rosáceo salpicado de pecas entre miles de cuerpos famélicos del Lager. Ya se lo he dicho… Perdón…¿ Puede darme agua?

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