Es curioso comprobar como un mismo escenario puede verse de formas tan diferentes, y es que, hay tantas realidades como personas.
La Avenida trazaba el camino recto hacia la emisora de Collserola, a sus lados, en las amplias aceras rojizas, los plátanos crecían con rapidez, como queriendo competir con los rascacielos, que a modo de colmena, se erigían a ambos lados, construidos a golpe de placa de hormigón prefabricado en la tejería cercana.
Era media tarde y el sol de enero empezaba a descender por la Marina, las sombras de los chiquillos volviendo de la escuela se hacían largas durante el camino de vuelta. Al llegar a casa, el sereno daba luz a las farolas que parecían abrir de nuevo el día.
En ese tiempo de metamorfosis urbanística, donde unos veían la creación de un extrarradio abaratado y necesario para albergar las mareas humanas provenientes de cualquier sitio, unas veces mejor y otras incluso peor, pero siempre en busca de un futuro esperanzador de clase, otros veían, por el hecho de estar allí, de formar parte de aquel escenario, una visión magnificada del barrio. Al encenderse las farolas, todas a la vez, dando luz a la avenida, uno de aquellos nuevos habitantes de la urbe, comparan con la más grande.
Son muchos los rasgos que las unen: los altos edificios, la gran avenida, la iluminación nocturna, el tren flanqueando por un lado, el estuario del río por el otro…
Vuelvo a la realidad, a la realidad de las realidades, unos ven un gueto, otros su Itaca particular.
Todavía no ha semáforo ni paso de peatones para cruzar, total, son pocos los coches que circulan por el para muchos, todavía, arrabal de la ciudad. La niña se entretiene en su vuelta de la escuela, está nublado y oscurece de forma precipitada, casi como la lluvia que se vierte sobre la grava de repente, el sereno se retrasa o quizá no, es la noche que aparece abrupta, casi como el taxi de frontal negra, luces medio opacas y frenos ausentes.
Sale rápido del barrio tras cobrar el porte, no son horas ni lugares, quiere llegara a casa y se cruza con la niña que no lo ve y seguro tampoco, para consuelo de curiosos reclamados por el golpe, lo siente.
El taxista retrocede pensando que perdió algo, creyendo que mientras cerraba la carrera algún gamberro le soltó algún accesorio del auto.
La ve entonces, tarde. La ve allí, en la grava, tendida inerte, con la lluvia limpiando su cara golpeada, la calle desierta ampara su huida, cobarde y sin sentido, como la muerte, la de la niña tendida en el suelo, la de él en su embestida mortal al plátano, mientras se desangra entre los hierros de su auto…
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