«La casa que me robó la vida»

«La casa que me robó la vida»

Habían pasado treinta y un años desde la última vez que pisé el mármol que enlosaba la placeta que anunciaba la entrada de la casa. Ahora plantado frente a ella no me atrevía a poner un pié sobre el piso. Sólo la idea de adentrarme allí me aterraba hasta el punto de que el aire se negaba a entrar en mis pulmones y la garganta se me cerraba estrangulándose sobre sí misma, impidiendo el grito que clamaba por salir.

Era como si aún esperase encontrar su cuerpecito tirado entre las matas de tomates junto a la balsa, semidesnudo y calzando una única bota marrón cubierta de sangre.

Mi padre había sustituido la vieja y chirriante cancela negra por un modelo de diseño más moderno y con motor de corredera. Recuerdo que cuando me presentó a su nueva novia pensé que eso mismo había hecho con mi madre, sustituirla por un modelo más joven y operativo, pero al igual que ocurría con mi madre, aquella cancela cubierta de robín siempre me hizo sentir seguro. Impedía el paso de los perros y chirriaba su cancioncilla alertando cada vez que alguien la abría para acceder a la placeta.

Las cosas debían haberle ido bien a mi padre porque la cal que antaño cubría la fachada ahora quedaba bajo una cubierta de aleros llagueados y rasados con bastante maestría. Cuatro imponentes columnas de mármol travertino se levantaban orgullosas en la misma puerta de acceso, acumulando polvo, esperando que alguna estructura timpánica les cayese encima.

Mi padre siempre fue muy ostentoso, tanto como descuidado. El conjunto arquitectónico resultante provocaba dolor en los ojos, incluso en los más profanos. Una fachada travertina de estilo moderno, ventanales de madera podrida que databan de la posguerra, rejas metálicas de diseño dispar, una puerta barroca con una cerradura instalada del revés y una aldaba de puño que hacía las veces del timbre que nunca existió, todo ello coronado por las columnas y el monstruo que afortunadamente nunca se posó sobre ellas. A seis metros de la puerta se encontraba la balsa de riego donde tantos veranos mi hermano y yo matábamos el calor.

Rodeando el huerto y el corral, una balaustrada de piedra blanca prefabricada, como si las gallinas cagasen plata.

Así era mi padre, un hombre de aberrante mal gusto y ostentación que obviaba cualquier opinión o consejo, y tan obstinado que siempre conseguía llevar a buen puerto cualquier proyecto que iniciase por muy disparatado que este pareciese.

— Oh, Miguel, ¡Eres tú! — Maruja, la vecina, sonreía ilusionada desde la ventana de una casa adyacente.

El afable saludo y la posterior conversación liviana entre vecinos hizo que, sin yo percibirlo, cruzase la nueva y blanca reja semi abierta, y que unos pasos después me encontrase junto a la balsa, aquella que un día me quitó el calor y al otro me quitó la vida. No, no se trata de una metáfora. Si bien es cierto que no he muerto, también es cierto que nunca he vivido la vida que me correspondía.

Treinta y un años antes, cada hombre, mujer y niño del pueblo había colaborado intensamente en la búsqueda de mi hermano. Siete largos y tortuosos días duró. Al séptimo día, no fue ningún vecino ni la guardia civil quien halló el cuerpecito mutilado que un día contuvo el alma de mi hermano. Recuerdo que pasé más de una hora frente a él, aterrado, con los ojos tan abiertos que hubiesen caído de sus órbitas de no haber estado sujetos por músculos y nervios.

Las briznas de hierba en su pelo, el intenso olor a tomates, el roto de sus vaqueros, la tierra mojada a su alrededor, la sangre… cuánta sangre. Nunca he podido borrar esa imagen de mi mente. La gente suele olvidar hasta las caras de sus seres más queridos tras un tiempo. Soy muy consciente de ello, el psicólogo me lo repetía constantemente, “No te sientas culpable si algún día no recuerdas su rostro, es algo natural“ pero cómo habría yo de olvidarlo si el espejo me devolvía a diario la cara de Manuel, mi gemelo.

Por el amor de dios, sólo tenía siete años. Él era más inteligente que yo, también más travieso. Yo siempre obedecía las indicaciones de mis padres. Quién sabe si no fue ese el motivo por el que mi yo pasado evitó pintar también la tierra de rojo.

Nadie puede soportar ese dolor, nadie es tan fuerte. Mis padres no pudieron con él y sólo unos meses después de aquello mi madre y yo nos fuimos a Granada a vivir con mis abuelos. Echaba de menos a mi padre, pero no quería volver allí, y en el fondo sabía que mi padre tampoco quería que mi cara le recordase a Manuel cada día.

Ni la fachada de mármol marrón travertino, ni la verja eléctrica blanca, ni las rejas sustituidas, ni la pintura nueva de la balsa, ni las columnas, ni tan siquiera el mamotreto petrificado que debía haberlas orlado, podían esconder la casa que había debajo de todo aquel maquillaje.

Hoy regresaba allí después de treinta y un años a tomar posesión de mi herencia. Un accidente de tráfico se había llevado a mi padre y a su nueva mujer.

Mi madre murió el año pasado, aunque yo sé que llevaba muerta treinta y un años.

Nunca me enamoré, me negué rotundamente a ello. No podría soportar que el futuro pusiese un niño en mis manos, un niño que crecería y tendría un día los ocho años que mi gemelo nunca pudo tener. Por eso sé que yo también morí ese día, o al menos murió la vida que pudiese haber tenido.

Giré sobre mí mismo y salí de allí. No quería la casa, de hecho la había temido toda mi vida, representaba todo el dolor que un ser humano es capaz de soportar. No miré atrás, aunque nada hubiese cambiado. Lo que fuese que la casa tenía, iba conmigo, como también lo hacía mi sombra.

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