Hay dos momentos en que resultamos vulnerables, al inicio, cuando muchos nos quieren proteger y tiempo después, cuando tantos nos prefieren ignorar.

Escucha el chirriar de los goznes de una verja, seguido de la voz gastada de un octogenario. -Por favor, ¿puede ayudarme…?-, la que sobresalta al joven que se detiene al reparar en un viejo situado en la entrada del pasillo de un edificio. -Diga usted, abuelo, ¿en qué puedo servirle?-, dice e involuntario da un paso atrás, rechazo que no pasa inadvertido al anciano. -Mi´jo, no quiero ser inoportuno, pero llevo rato en espera de alguien quien me auxilie, juro robarle escasos minutos; no se vaya, no haga como los demás, acompáñeme a mi apartamento-, ruega, entretanto emprende a caminar ladeado, sus pupilas empañadas no lo pierden de vista, precisándolo a que lo siga.Se adentra por el corredor, sin aguardar respuesta, arrastrando las suelas de sus zapatos con la esperanza de que lo asista, aunque el miedo a que se escurra se le adivina por los gestos impacientes. Al arribar a una puerta la empuja -¡llegue, entre!, no tenga pena, siéntase como en su casa-.

El joven, cauteloso se asoma. Del cuarto, de golpe, emana un vaho de corruptas inmundicias, tibio vapor que penetra por sus fosas nasales, inundando el olfato y paladar, forzándolo a voltear el rostro para aspirar del pasillo la mayor bocanada de aire limpio permitida por sus pulmones, con la cándida pretensión de que le alcance para el tiempo que permanecerá allí.

-Muchacho, ayúdeme a incorporarla-, y señala a un lado, donde apenas distingue la figura de una anciana acostada sobre una cama metálica. –Atiéndame, pase por el costado y párese en la cabecera; cuando le avise, alce la parte posterior del bastidor, y sostenga hasta que yo consiga fijar esta cuña-.

Con dificultad sortea el camino, restos de muebles, cajas, latas, raspan la parte inferior de sus pantalones. Al situarse en la cabecera, observa de cerca la barra transversal que debe levantar; de primer momento ni intenta alzar los brazos, la nota impregnar de una gruesa costra de residuos de alimentos y otros sedimentos; esa mugre le significa un obstáculo insuperable, pero presionado ante la insistencia, cierra sus ojos, aferra la pieza viscosa y de un tirón eleva el mecanismo junto con la anciana inanimada y semidesnuda. El viejo, con torpeza, sustituye la función de la bisagra con un trozo de madero y el muchacho suelta el travesaño adherido a su piel.

– Eso todo, muchas gracias por su ayuda. Mi´jo, ni idea tiene del favor que me ha brindado y no tengo tan siquiera ni un poco de café con qué pagárselo, quizás se lo pueda ofrecer mañana, así que no deje de visitarnos. La despertaré para darle el almuerzo. Cuando usted salga, por favor, no cierre la puerta, hasta mañana -.

Desde el umbral los observa, intenta decir algo, enmudece por temor a verse implicado en otro compromiso. El deseo de alejarse, de romper con esa visión infernal, de respirar aire fresco y de llegar a su baño para desinfectar ambas manos, es más poderoso que el de ofrecer otra ayuda, lo que lo impulsa a marchar apurado hasta la casa.

El resto del día hace por distraer la mente, pero no consigue borrar de sus pensamientos aquella escena maldita, por ende decide no volver a pasar por frente del pasillo, pese a que se le alargase el trayecto al trabajo.

Sin embargo, días después, ante el remordimiento y la curiosidad, vuelve a cruzar por esa acera. Halla el pasillo desierto y la herrumbrosa verja atrancada y desiste del impulso de acercarse a la vivienda.

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Temprano en la mañana mientras transita por la avenida Misiones, escucha un lamento delante de unas edificaciones e incauto se asoma a la entrada de un jardín. Ahí ve sentado sobre un peldaño al veterano que meses antes conoció, quien aturdido, sin fijar la vista y con voz de súplica reitera: – por favor, señor, lléveme a mi casa -, dice insistente sin atender razones. A su lado, un hombre exasperado le solicita la dirección que él no sabe informar. El muchacho indeciso interviene y propone que lo deje a él conducirlo, son vecinos y conoce su domicilio.

Al quedar solos, ayuda al anciano a incorporarse y le asegura, – vamos abuelo, verá como enseguida lo dejo en su habitación -. Pronto advierte que tiene el pantalón encharcado, es evidente que le habían colocado una sonda vesical y la bolsa colectora está rebosada, lo que provoca el derrame del líquido. Su olfato vuelve a impregnarse de aquel olor amoniacal que pensó olvidado; en adición, los fondillos del pantalón se hallan encartonados de tanto excremento reseco. Urge un lavado y el cambio de las ropas deshechas; aunque no, sus escrúpulos no le permiten llevarlo a su casa para que reciba un aseo y arrepentido decide que resultará suficiente dejarlo ante su apartamento.

Sosteniéndolo de un brazo, con remilgos, recorren las aceras agrietadas que los separan de la residencia, evadiendo las miradas repulsivas de curiosos que se apartan torpemente. Cerca del edificio, algunos vecinos comienzan a reunirse en el frente, bajo una garuada imperceptible y sin demora lo abordan para averiguar dónde encontró al viejo, quien llevaba extraviado de su apartamento incontables días y al cual ya no existía modo de entrar. La semana anterior, la policía había clausurado la puerta, luego que Medicina Legal se llevara el cuerpo de la anciana en un estado avanzado de descomposición, dejando declarado el inmueble inhabitable, por peligro de derrumbe.

El semblante de la tarde se torna de un azul torrente, al instante comienza a desbordarse el cielo. Los escasos vecinos, huyen para refugiarse en sus viviendas. Por vez primera el joven se siente responsable por la suerte del anciano, del cual ni conoce el nombre, y quien empapado no deja de golpear la puerta con sus puños consumidos y lloroso suplica: – por favor, ¡abran, déjenme entrar!, ya pasó la hora de dar el almuerzo a Ela -.

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