Conservo un recuerdo imborrable de mi infancia en la casa de la esquina. Las imágenes de esa época aún se reflejan con nitidez en mi memoria.
Acababa de cumplir siete años cuando una tarde acompañé a mi madre para conocer la nueva casa que mis padres pretendían comprar. Era grande y antigua, ocupaba toda una esquina y se extendía por ambos laterales de las calles adyacentes. La calle más importante, ancha, estaba sembrada de adoquines y orlada con árboles de jacarandá que cuando se cubrían de flores violetas creaban un cuadro maravilloso. En primavera, cuando las flores caían, tapizaban la acera formando una fascinante alfombra morada. En contraste, la otra calle era estrecha, con árboles plataneros que prestaban buena sombra en verano y constituían nuestro deleite al percibir el crujido de las hojas secas cuando pisábamos adrede la hojarasca.
El largo patio llamó mi atención cuando lo conocí. Con sus lozas grises descoloridas y sus altos muros rodeaba en forma de ele la parte trasera de la casa en toda su periferia. No había en él plantas, macetas o adornos, salvo una tortuga macilenta que estirando sus patas con dificultad iba en busca de un trozo de lechuga. Ahora identifico esa imagen con los paisajes fríos y desolados de Giorgio de Chirico.
No supe de las cuestiones relacionadas con la compra de la casa y su reforma hasta que un buen día me encontré conviviendo entre materiales y albañiles. La casa ahora tenía dos entradas, una por cada calle. Una agobiante tarde de verano mi hermano pequeño, siempre travieso, tiró de la punta del papel del baño; atravesó el patio por la puerta principal y volvió a entrar por la otra puerta envolviendo la casa con el rollo de papel. En el anecdotario familiar quedó grabado lo que significaba la nueva casa para él…
La parte superior de la fachada con su terraza frontal se pintó de blanco calcáreo. La llegada del mes de junio siempre fue problemática para mi padre y esa parte de la casa. En aquella esquina era donde la juventud gamberra del barrio celebraba la noche de San Juan con una impresionante hoguera. Durante semanas recolectaban ramas, maderas y muebles viejos que luego quemaban frente a nuestra casa. Los enfrentamientos dialécticos entre los jóvenes y mi padre eran habituales los días previos al veinticuatro de junio. Después de este evento todos los años había que repintar el frente de la esquina.
Un matrimonio de jubilados italianos eran nuestros vecinos más cercanos. El hombre, llamado don Pino, siempre me convidaba con pan remojado en vino tinto. Por las tardes ponían sus enanas sillas de paja en la acera frente a su puerta y se distraían viendo jugar al fútbol a los niños del barrio. Las niñas solíamos reunirnos en la esquina de mi casa con las muñecas, la comba y otros juegos. Entonces la pesada puerta de la entrada principal se mantenía abierta. Recuerdo aquella tarde en que una de nuestras compañeras de juego, vecina e hija única de un matrimonio mayor, tuvo la tremenda desgracia de que esa puerta de madera compacta se cerrara de golpe y le cortara algún dedo de la mano. Nunca supe qué sucedió con ella después. Es un incidente por el que hoy todavía siento un escalofrío enorme. Creo que nunca más se habló del tema en mi familia y no volvimos a ver a la niña.
En el viejo Buenos Aires de los años cincuenta era habitual oír a los vendedores ambulantes voceando sus productos. Pasaban con sus carros traqueteando por la calle empedrada. El más llamativo era el de los cesteros, con toda clase de artículos de mimbre, cepillos, escobas… que cubrían el carromato y ocultaban al propio conductor. Otro vendedor callejero traía el pan en un carro de caballo con grandes ruedas de madera. Comprábamos panecillos calientes y crujientes churros azucarados. Pero lo que constituía nuestra mayor delicia en las tardes de verano era oír los timbres de las bicicletas de los heladeros. Salíamos corriendo al escucharlos para comprar nuestro helado de palito.
Del otro lado de la calle ancha estaba la tienda de abarrotes de doña María. Allí nos aprovisionábamos de todo y en particular de galletitas de chocolate o maicena. Se vendían envueltas en grueso papel gris con el que formaban un gran cucurucho. Cerca de la casa se instaló una reluciente lechería llamada “La Vascongada”, atendida por un señor delgado de aspecto recio. Allí también, por las tardes, iba a buscar un helado casero diferente cuando conseguía de mi padre la preciada moneda de cincuenta céntimos. A poca distancia quedaba el parque al que solíamos ir los domingos. En ocasiones nos retratábamos allí con el fotógrafo ambulante.
El colegio al que asistíamos mi hermana y yo estaba a cinco calles de distancia. Había que cruzar dos avenidas pero en esa época el escaso tráfico no representaba mayor peligro. Todos los chicos del barrio salíamos por la mañana cargando nuestros maletines con libros y a medida que recorríamos el camino se iban agregando más compañeros hasta nuestro destino. Tampoco quiero olvidarme del quiosco de don Melquíades, nombre extraño para mí entonces. Cuando tiempo después leí Cien Años de Soledad evoqué con ternura aquel nombre. El gitano de la novela que visitaba Macondo con las novedades de fuera de la aldea, se llamaba igual que el dueño de aquel añorado quiosco de mi infancia. Allí encontraba todo lo que era necesario para el colegio: lápices, gomas, chocolate y todo tipo de golosinas. Años más tarde aún seguía siendo esencial don Melquíades para comprar los cigarrillos sueltos que fumaba a escondidas con mis amigas del instituto.
En los barrios algunas costumbres desaparecen; por lo general las casas se transforman pero los árboles suelen permanecer como testigos de esos cambios. Las imágenes que formaron parte de mi vida en ese rincón del mundo se difuminan con el tiempo. Hoy intento describirlas a través de las palabras.
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