El domingo pasado, al salir del metro hice un gran descubrimiento, que a pesar de mis reticencias iniciales, me ha endulzado la rutina.

En el cruce de Oca con Carpetana han abierto recién una heladería, llevará funcionando una semana, más o menos, pero hace frío y no me apetece mucho entrar, solo aquí se les ocurre vender helados en invierno.

Siempre paso por delante del escaparate cuando cruzo el segundo semáforo en dirección al burguer donde almuerzo en mi día libre. Luego salgo caminando sin prisa, mirando los escaparates de la Laguna hasta llegar al locutorio donde llamo a la familia.

Cuando paso por la heladería, me llama mucho la atención la extraña felicidad de los clientes. Ríen a carcajadas por cualquier motivo y toman sus helados ajenos a la amargura de los que estamos fuera. También me encanta la permanente sonrisa de la dependienta. Sólo por ella dan ganas de entrar aunque vendiese cantimploras. Los dependientes que sonríen de verdad venden más que una buena oferta.

Como cada domingo, fui ayer al locutorio para hablar con mis hijos, intentando detener el tiempo unos minutos y sentir que vale la pena el esfuerzo. Pero tristemente la mayoría de las veces salgo peor que entro.

– Si mijo, no se preocupe usted, le mandaré la platita para su computadora. Si, para el próximo mes quizás. Sí, yo también les extraño mucho y les quiero con todo mi corazón. Cuide de sus hermanitos y no se me vaya a retrasar en sus estudios. No estoy aquí sacrificándome para que ustedes malgasten su tiempo y no rindan como deben. Y por favor, cuiden lo que les mando, si supieran cuanto me cuesta ganarlo. Bueno mijo, páseme con su padre.

– Hola, Santiago, que tal todo. ¿Al final no te dieron el trabajo?, ¿unos explotadores?, y usted piensa que acá no me explotan. No tiene ni idea de lo que tengo que aguantar. Déjese de excusas, ya me han contado cómo anda por ahí derrochando plata en licorerías con sus cuatreros y con esas frescas que les acompañan para sacarles hasta el último centavo. Sí, un hombre tiene derecho a un trago, pero no de esa forma, no con esa gente, usted me falta al respeto delante de todos. No me lo niegue, mis primas les gravan y luego me envían los videos para mofarse de mi ingenuidad, como si no tuviera suficiente dolor aquí, sola y deprimida. Llevo acá dos larguísimos años y usted aún me cuenta que no le alcanza para liquidar las deudas. No, no me venga con vainas. No tengo ningún hombre, no me quiera compartir su mierda. No le voy a aguantar sus insultos. Ya estoy harta, muy harta. Hoy la señora también me acusó sin juicio de robarle comida del frigorífico. Y lloré, lloré por toda la presión con la que me maltrata y porque a ustedes nada de eso les importa, lloré de impotencia porque no sabía por quien ni por qué me estoy sacrificando. Rebosé y tuve que vaciarme. Los actimeles se los habían comido sus hijos delante de mí, pero no me atreví a acusarles para no perder el trabajo y ellos, ¿sabe lo que hicieron?, se quedaron callados mientras ella me acusaba. Dice que me va a descontar de mi sueldo una multa para que aprenda. Ya no aguanto más… le digo de verdad. No, hoy no voy a mandar nada, aguanten con lo que tienen. El próximo mes, quizás. Chao

Salí de allí secándome la frustración de los ojos y pasé de nuevo por la heladería, me quedé un rato observando a los que estaban dentro y decidí entrar de una y tomarme un helado de un buen chocolate quitapenas. La señorita me recibió con esa sonrisa que contagia e intenté devolvérsela, pero únicamente conseguí hacer una mueca.

Al acercarme al mostrador me sorprendió encontrarme con una sola cubeta de helado, de color verde lechuga, lo cual arruinó mi deseo de chocolate. Pero lo más extraño fue cuando me ofreció su extensa carta de helados, cada uno con el nombre de un país, incluso había helados de las distintas regiones de España.

Me preguntó de donde era y cuando se lo dije agarró un cucurucho, lo llenó con aquel helado esmeralda hasta rebosar y después lo coronó con la banderita de mi tierra, ofreciéndomelo amablemente. Agarré una cucharita, dos servilletas y un poco decepcionada me senté en una de las mesitas decoradas, con esa sensación de haber sido estafada de nuevo.

Comencé a tomarlo sin ganas. Al principio le sentía un cierto regusto amargo, quizás agridulce, sin llegar a ser desagradable, pero era incapaz de descifrar aquel sabor. Con la segunda cucharadita una rara sensación comenzó a invadir mi cuerpo, un extraño placer embriagador que no reconocía. Después comenzaron a surgir algunos recuerdos entrañables y de repente una risita nerviosa brotó sin qué ni para qué.

Luego llegaron brisas remotas que transportaban aromas y sabores de mi tierra: los asados a la leña, el caldo de gallina, los dulces de mi madre, el olor a galletitas recién hechas y esas riquísimas chipas con queso y manteca horneadas en el tatacuá que tanto extrañaba.

Me asusté un poco y miré a la chica, ella asintió con la cabeza y le sonreí, me sentí tranquila. Miré alrededor y todos parecían disfrutar de lo mismo. Era inmensa y extrañamente feliz.

Ahora voy todos los domingos después del locutorio y me tomo un helado doble para que me calme ese dolor que me oprime el pecho. Además ya no me lo tomo sola, hemos formado un grupo de amigos y nos reírnos de la vida, a carcajadas.

También me dijeron que la simpática chica que nos atiende es la dueña y que no se llama María sino Laura.

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