Julia se imaginaba la ciudad y sus calles juntando postales, fotos y estereotipos que de ella había ido reuniendo en su cabeza, quién no había visto antes un monumento, una casa o un jardín típicos de aquella reconocida ciudad. Lo que Julia no podía imaginarse era la vida dentro de ellas. Se iba a vivir a una ciudad con nombre propio.
Nada más llegar no veía nada y lo veía todo. Absorbía con ansiedad las mil y una sensaciones que la ciudad emanaba. Era tanta la cantidad de información que de entrada parecía ruido. Pero poco a poco las imágenes fueron empapándose de vida. Los barrios se fueron organizando por sentidos según las calles que paseaba, por sus olores culturales, por sus gremiales sonidos. Aunque pudieran parecer la misma calle cada una era única solo había que prestar atención. Y así con tiempo y dedicación las imágenes se fueron activando en su cabeza. Y aunque aún no estaba del todo, Julia estaba comenzando a llegar a la ciudad.
Una ciudad es mucho más que verla es sobretodo sentirla. Ni siquiera tras años de habitarla, sobrevivirla y sudarla a diario llegas a conocerla y menos a manejarla. Es un organismo vivo, como una lengua, muta y evoluciona, cambia de apariencia y hasta de parecer. Tiene códigos pero tácitos, sus reglas no están escritas, se escriben sobre la marcha y sobre la misma se cambian. Habitas una ciudad con vida propia.
Julia ya no sabía ni cómo comportarse, le habían dado tantos consejos para todo tipo de suposición que ya no sabía ni cual vestir para cada ocasión. Se movía incómoda entre aquella maraña de calles y gente sin sentido, o demasiados. El primer día que alguien le cruzó la mirada creyó soñar, un chico tocaba la guitarra y con una sonrisa invitó a Julia a unirse al concierto improvisado. La calle estaba llena de energía vibrante, había gente sonriendo, dando palmas, gente desconocida llamada por la ciudad a aquella esquina en aquel preciso momento para interactuar. Julia palmeó, se dejó llevar y sobretodo fue ella. Cuando la música terminó la gente se dispersó automáticamente, en cuestión de segundos ya solo se oía el ruido de la calle marcando su ritmo de nuevo. Julia miró a ambos lados, sonrío gratificada y siguió su camino, sin saber muy bien aún si era esa la dirección correcta. Acababan de escribir una nueva regla. O de romperla.
Esta ciudad es de todo el mundo pero de nadie. Es más libre que cualquiera que la habite. Lleva aquí desde siempre. Nadie se conoce como ella ni se muestra fácilmente cómo es. Hay que descubrirla paso a paso. Cada calle y esquina tienen su función, desconcertante.
Todos los días cruzaba esas mismas calles para ir al trabajo y ya llevaba el tiempo suficiente allí como para no sorprenderse por las excentricidades que le mostraba la ciudad hasta que se topó de frente con aquel cartero. Al girar la esquina se dio cuenta de como su imaginario, lamentablemente, estaba lleno de portadas y titulares sensacionalistas, ella que se creía ingenuamente no afectada por la misma mierda que el resto. Aquel hombre representaba en las postales de su cabeza a un terrorista islámico con una barba entregada a Alá, la ciudad en este caso le mostraba a un cartero común, su cerebro un juego revuelto. El temible extremista le saludó y sonrío amablemente. Julia no pudo evitar quedarse sin gesto. Sintiéndose peor que ridícula, se giró y le siguió con la mirada, de lejos la imagen del jihadista se iba superponiendo por la del cartero sonriendo con su espléndida barba. Las postales de Julia comenzaban a tener nuevos rostros de otras ciudades.
Parece que todo el mundo sabe dónde va con ritmo definitivo, solo tú pareces no saber qué calle cruzar, qué esquina girar. Es un libro dentro de otro libro y así hasta que no quedan libros. Después de perderte tantas veces, sabiendo que aún te perderás más, te das cuenta de que en el fondo nadie sabe a dónde va, se dejan llevar por la ciudad, ella les dice qué calles tomar.¨
Ya se había mudado seis veces desde que había llegado, dos casas por año, un barrio por temporada, cada vez un nuevo mundo al que adaptarse que no terminaba de sentir del todo suyo. Había buscado según necesidades y consejos del momento y después de haberlos probado todos Julia había decidido dejarse llevar. El anunció ganador decía: pequeña casa con jardín, una habitación, mejor ver. Le pareció más que acertado, redondo: un solo adjetivo, precio asequible y sin foto. No lo dudó, no tuvo miedo. Llamó y la casera le ofreció pasarse al día siguiente con luz pero a Julia no le importaba no verla quería sentirla. Sabía que era esa. No tenía una explicación lógica, solo que podía pagarla ¿Por qué no vivirla?
Y si no es fácil vivirla lo es menos fiarse de ella. Lleva su tiempo hay que dejarse conocerla. No pone obstáculos por el placer de molestar aunque sí muchos y bien variados… pero si apuestas será tu mejor maestra siempre con una moraleja bajo la manga ¿Te fías?
Julia la sintió suya al segundo de entrar. Tenía todo lo que podía necesitar: una esquina para los libros, otra para la mesa y un jardín en el que reposar la mente. Parecía que había encontrado su ciudad dentro de la ciudad, su espacio para escucharla y escucharse. Las postales parecían ahora más su mundo, con parques y calles cargadas de nombres con historia, de personajes que deseaba descubrir. Dejándose llevar por la ciudad las postales se llenaron de ella. Y Julia se llenó de mil y una historias. Tenía por fin una ciudad que contar, llena de calles que vivir, esquinas que girar, estereotipos que romper y sonrisas que regalar. Una ciudad con vida propia que le animaba a vivirla, a su manera, pero a vivirla sin miedo.
Yo me fío. Julia, 2018
OPINIONES Y COMENTARIOS