Una plaza. Un niño.

Una plaza. Un niño.

5a80a2299ce08

15/02/2018

Cae la tarde. Estoy sentado en la terraza del Módena, oyendo más que observando la algarabía gozosa de los niños que a esta hora juegan en la Plaza, un crescendo en el que se mezclan las risas y las voces para acabar conformando un todo caótico pero extrañamente armonioso y familiar, una especie de orquesta con decenas de instrumentos desafinados que de manera milagrosa parecen acoplarse en una sinfonía que no varía a lo largo del tiempo: la banda sonora de la edad de la inocencia.

Me basta cerrar los ojos un instante para asistir a la metamorfosis. Es como si, al hacerlo, un telón se abriera de pronto para mostrarme esta misma Plaza, pero con el atrezo y el vestuario de hace varias décadas. Allí está, inamovible, aquella humilde cascada central a la que jamás vimos ejerciendo de tal, sobria e incongruente en un pueblo donde era más sencillo obtener un vaso de vino que uno de agua. A la izquierda, junto a la vieja sucursal del Banco de Santander, se jugaba al Cuadro y se ponía en juego una forma peculiar de dinero, la moneda de uso legal entre los chavales de la época: los “santos”, que no eran otra cosa que las caratulas frontales de las cajas de cerillas. El Cuadro movía suculentas cantidades de “dinero” infantil que, indefectiblemente, iba a parar a las manos de los más habilidosos, auténticos millonarios que manejaban patrimonios exorbitantes, 2.000, 2.500 santos, según se rumoreaba. Eran los Rockefellers del momento, figuras casi míticas que suscitaban entre los más pequeños una mezcla de envidia y veneración. No era a lo único a lo que allí se jugaba, evidentemente. La Plaza era un mosaico vivo de agitación permanente donde todo tenía cabida: desde el Chorro-morro-pico-tallo-que hasta la Calambre pasando por el Campo quemado o el Esconderite. Había otros juegos más rudos, impensables ahora, como el Espadeo, en el que nos batíamos como torpes pero incansables esgrimistas tratando de emular a Errol Flynn en alguna de aquellas películas de colores desvaídos que veíamos en el Cine Cooperativa en medio de un guirigay generalizado para mayor tortura de don Heliodoro, el proyectista, un personaje cinematográfico en sí mismo, digno protagonista de una película de Fellini o de Berlanga. Las espadas eran de madera basta, tan rudimentarias como valiosas, tan feas como eficaces. Pero acababan callando y daban paso a otros juegos: al Marro o a Pelines, en el que también se jugaba con santos, nuestros ubicuos y codiciados billetes de mentirijillas, nuestra fortuna de cartoncillos desgastados con dibujos de tigres y bailarinas flamencas, símbolo y emblema de una época que compensaba la pobreza con la inventiva, la poquedad con la imaginación.

Sentado en la terraza, abro y cierro los ojos para ver las dos Plazas alternativamente, la actual y la de antaño. La escenografía es tan radicalmente diferente como idéntica la alegría de los protagonistas, actores movidos, entonces y ahora, por los mismos impulsos, la misma voluntad de perderse en la felicidad del instante. Modalidades diferentes del mismo contento básico. El espacio sagrado del juego infantil, la inmunidad del niño encerrado en una burbuja de tiempo de la que sale sudoroso y feliz, riendo, gritando, corriendo al margen de todos los relojes y los calendarios.

Llegaba una hora en que la Plaza comenzaba a despoblarse. El ruido iba cesando progresivamente para dejar paso a una tranquilidad todavía electrizada, en la que latía una especie de ruido de fondo, un runrún casi inaudible en el que flotaba la bulla anterior, a la manera de pavesas apagadas que fueran cayendo alrededor de lo que ha sido una gran fogata de euforia.

Ese era el momento en que solía aparecer aquel niño pálido que se paseaba lentamente mirándonos con algo que no llegaba a ser desdén, pero que se le parecía bastante. Tenía más o menos nuestra edad, pero sólo lo veíamos en la Plaza y justo a esa hora, cuando la máquina de la algarabía comenzaba a pararse y se ponía a rodar en punto muerto. Era entonces cuando afloraba para mostrarnos su figura de niño recatado pero muy seguro de sí mismo, vestido siempre de un impoluto azul cielo, bien peinado, sin un zorrastrón. Andaba con una mezcla de altanería y decaimiento, como un convaleciente muy orgulloso, un enfermo que quisiera dar la impresión de poseer todo el vigor del mundo. ¿Quién era ese niño?, ¿quiénes eran sus padres?, ¿dónde vivía?, ¿por qué no iba a la escuela como los demás?

A mí personalmente me daba un poco de miedo. Me parecía una especie de ángel no del todo exterminador, pero casi, una entidad gélida que se dedicaba a fiscalizarnos, a reprendernos sin palabras, a burlarse de nosotros con un silencio arrogante. Lo curioso y más sorprendente es que nadie, excepto el Jose y yo, parecíamos darnos cuenta de que ya estaba allí. Tardamos algún tiempo en entender aquel absoluto desinterés por parte de los demás. No lo veían. Así de fácil y así de inquietante. Obviamente, tuvimos que callar y guardar en secreto aquel inexplicable espejismo compartido.

Ya ha anochecido del todo sobre la Plaza. Doy los últimos sorbos a mi Campari y observo el inicio de la desbandada. El silencio va apoderándose del escenario, bajando como baja la niebla. Todavía quedan algunos grupos dispersos de niños que se despiden o hablan ya sin estridencia.

No me ha sorprendido en exceso verlo bajar por las escaleras que dan acceso a la explanada de la Farmacia; pero no he podido evitar un escalofrío al reconocerlo: el mismo niño vestido de azul inmaculado que baja los peldaños con engreída parsimonia mientras mira a los chavales con ojos fríos e impenetrables sin dejar de avanzar en línea recta. Puedo constatar que, como entonces, la mayoría de los niños no lo ven. Sólo dos vuelven la cabeza para mirarlo, antes de improvisar un gesto casi imperceptible de complicidad y entendimiento. El mismo que, a hurtadillas, me acaban de dedicar a mí.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS