Hago lo de los negritos sabaneros, ellos extienden una sábana al piso para colocar su mercadería, se los ve en las calles concurridas de Barcelona o en las estaciones del metro, vendiendo carteras y ropa. Cuando pasan los mozos, recogen la sábana con todo su contenido y se marchan, pero no muy lejos, esperan que las autoridades se hayan retirado y regresan al mismo sitio.

Yo no puedo hacer lo mismo porque soy muy lenta para huir, cuando quise estrenarme de vendedora ambulante los mozos me dieron un gran susto, pero me pasaron por alto con la advertencia de no volverme a encontrar haciendo lo mismo. Como apenas hacía días que había llegado a España no comprendía la forma de hablar, me dijeron: “Venga, hasta ahora” Se estaban despidiendo, por supuesto, pero con el “Venga” yo estaba yendo, con el “Hasta ahora” me preguntaba si debía irme ahora o después, pero al ver que los mozos se alejaban recogí -no una sábana – sino una maleta de madera con dibujos de la Torre inclinada de Pisa y me fui.

La Calle se convirtió en los laberintos que tenía que hacer para legalizar mi actividad, días interminables de trámites para obtener un permiso de venta ambulante. Conseguí ser un número para Hacienda y para la Seguridad Social. El Banco me dio una cuenta y un aparato muy inteligente para cobrar las ventas con tarjeta. Pero a todo esto, seguía faltándome el permiso del Ayuntamiento para vender en la calle.

Ante las circunstancias, cierto día me vestí de Mimo, me pinté el rostro de color blanco con flechas que me atravesaban los párpados, me puse unas pestañas muy largas y unas estrellas me brillaban en la punta de la nariz; una boina por el frío, que me valió también para darme un toque de artista; unos zapatos planos con correa al estilo de colegiala, unas mallas térmicas de color negro y un vestido corto de cuadros rojos.

No sé si era mi forma de sentir, o si era mi personaje de Mimo el que lo sentía, pero las calles de Barcelona parecían vibrar de vida, la gente me sonreía, estaban a la expectativa de ver alguna gracia. Me ubiqué a la salida del metro y como fui el centro de atención improvisé cortos de mis relatos en plan de amores pasajeros, para los cuales los mismos transeúntes me servían, hasta que a lo lejos observé que un mozo se aproximaba…

Tenía un pequeño público y mi espacio de teatro, por lo que no consideré la posibilidad de salir corriendo, pero en mi cabeza se desarrollaba la escena de que el Mimo corría por toda la Plaza de Catalunya levantando al centenar de palomas y con la policía detrás suyo, y antes de poder reírme por lo que imaginaba, me alenté con la media sonrisa que al mozo le asomaba de los labios a pesar de haber reconocido mi pintoresca maleta de madera, a la que se inclinó para ponerle 1 moneda.

Los espectadores también me pusieron monedas, el Mimo no debía perder el carisma, pero el corazón del Mimo que era el mío, se enredó en sentimientos encontrados: de alegría porque los euros llovían justo en mi maleta, un dinero que me salvaría el día; y de tristeza, porque el metálico iba cubriendo el título de los libros que no pude vender…

Finalmente no sepultaría los sueños de una escritora, pero quizás… un Mimo de vestido rojo a cuadros te llame la atención en Barcelona.

El Mimo, los negritos sabaneros, los mozos, tú y yo somos parte del hermoso paisaje urbano y las infinitas calles que siempre esperan que vayamos a por ellas; como las palomas, que sin tener conciencia de la belleza que representan para la Plaza de Catalunya, se desprenden de su cielo para alimentarse del casual pedazo de algo – que a tu paso – has dejado caer de tí para su provecho.

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