Envuelta en un halo de tristeza, llegó a la Costa huyendo de la vida que le había tocado en los suburbios bonaerenses. Sofía era una mujer bella e ingeniosa ahogada en un lejano resentimiento que le hacía preguntarse para qué le habían puesto nombre de reina, si siempre iba a vivir en la mugre.
En sus años de juventud había sido prostituta en burdeles de mala muerte y en la calle. Hermosa, melancólica e impulsiva, a veces maldecía y otras agradecía que ahora su profesión fuese ilegal. Después de eso nadie le daba trabajo; decidió buscarse la vida por su cuenta y se encontró felizmente desarraigada, cuidando coches en Mar del Plata
“Trapito”, así se le llama en Argentina a quienes realizan ese oficio, porque siempre llevan un trapo en la mano con el que hacen señas a los conductores, mostrando los espacios disponibles para estacionar; y limpiando el parabrisas de algún cliente pretencioso. Todo a cambio de una propina que queda “a voluntad”
Trapito, esa era su nueva profesión, que hacía con gracia de bailarina, después de haber caminado las calles durante tantos años. Feliz de no tener que volver a besar a algún pervertido; hacía su trabajo, sin más atuendo que su bikini y respondía con vulgares groserías a quienes osaban decirle piropos. Su actitud sexi, descarada y agresiva era un plus que los turistas amaban.
Era casi cordial y a veces preguntaba a sus clientes algo acerca de su vida. Así conoció a Anselmo, un hombre de unos 70 años, que solía caminar por la calle de la Costa, todos los días a primera hora. Él la saludaba amablemente y le regalaba una botella de agua helada y, aunque a esa hora Sofía hubiese preferido un wiski, la aceptaba con toda la simpatía de la que era capaz, como un perrito asustado que recibe un bocado con la cola entre la patas y luego sale corriendo.
Después de las diez de la mañana Anselmo regresaba, ya en auto, estacionaba donde ella le indicaba y se iba al balneario del cual era dueño: “el ganado sólo engorda bajo el ojo del amo” decía, a lo que Sofía respondía con un movimiento de cabeza y a veces una sonrisa
Por la tarde cuando la vida en la playa comenzaba a decaer, el viejo entristecía. Esperaba a que no quedara ni un empleado en su negocio, cerraba él mismo y, a paso lento, como reusándose, se subía en su coche y regresaba a la soledad de su casa. No sin antes, dejarle a Sofía, una generosa propina y algún bocadillo para la cena. Ella lo esperaba, aunque Anselmo fuese el último en irse.
Cuando no quedaba casi gente en la playa, Sofía se daba un chapuzón, como una especie de bautismo diario para mantener la buena salud. Luego regresaba caminando las 50 cuadras que separaban la pensión, de la costa, lejos de la vista de los turistas y los hombres de negocios, inalcanzable para las cámaras de televisión. Entraba en su cuarto, pequeño y húmedo, comía desaforadamente el bocadillo que Anselmo le había regalado, casi sin reparar en qué era. Pagaba el alquiler diario y guardaba dinero en un florero.
Un día en que Anselmo hacía su rutina diaria, miró a esa mujer y se vio en el espejo de su propia soledad. Se acercó y la invitó a salir:
-Yo cobro por eso – dijo Sofía
-Yo no quiero sexo, al menos hoy.
-¿Y entonces para qué?
-Es una cita, así te conozco mejor y vos a mi
-¿Me vas a invitar a pasear a cambio de nada?
-A cambio de tu compañía.
-Sos raro Anselmo.
Sofía aceptó, después de todo no había nada que perder; no tenía hijos, ni los tendría y su madre enferma, le duraría poco. Sólo puso como condición pasear a plena luz del día, necesitaba la claridad del sol, el tráfico y el gentío para sentirse segura.
Fueron al puerto, ella nunca había visto un barco tan grande, ni tan cerca. Sentía que el pecho le iba a dar un vuelco. Observó a los lobos marinos con la curiosidad y el asombro de un niño. Y comió en el restaurante, todo lo que pudo. Desde ese lugar el mundo se veía al revés, como en un espejo, la misma costa que caminaba todos los días, parecía un cuadro.
Sofía se sintió a gusto en la compañía de ese viejo, tan afligido y desamparado como ella, y él complacido de pasear con una bella mujer que no había perdido la capacidad de asombro. Fueron al teatro, donde ella rio hasta sentir dolor en la mandíbula y calambre en el estómago.
La noche los abrazó y a pesar de toda promesa y condición, fueron a cenar. El patio de tango del restaurante los recibió vibrante y Sofía se sintió como pez en el agua, marcando el dos por cuatro al ritmo de su corazón. Por primera vez en mucho tiempo le sirvió algo que había aprendido en los burdeles y le pidió a una estrella fugaz, que ese instante no terminara.
El día que Sofía había juntado dinero suficiente para pagar los medicamentos de su madre, le avisaron que ésta había muerto. No lloró, no viajó al entierro, sólo se sentó en el paredón de un rompeolas y pidió perdón por no llegar a tiempo.
Anselmo le sugirió que usara ese dinero para buscar un mejor lugar donde vivir y le ofreció una habitación en la casa que a él, ya le había quedado demasiado grande. Conmovida y feliz aceptó.
Despacio y armoniosamente se fueron amoldando sus soledades, sin exigir ni forzar, con la misma cadencia y facilidad con que se habían acomodado sus cuerpos al ritmo del dos por cuatro en aquella cita.
Algunas noches, Sofía vuelve a recorrer la calle de la costa, como un tributo de agradecimiento al mar, por tanta fortuna.
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