Historia de dos… y de tres

Historia de dos… y de tres

Lucía Del Rosal

08/02/2018

No soy precisamente lo que se dice una persona convencional, al menos no con lo que respecta a los dictámenes del género femenino. Era una mujer joven recién iniciada en la veintena, amarrada a una botella de alcohol y un cigarrillo en la mano que se paseaba por las calles nocturnas de Madrid sin tapujos, soltando palabrotas con cada bocanada de aire y enseñando el dedo corazón a todos los pobres desgraciados que trabajan hasta horas intempestivas de relaciones públicas para los antros de mala muerte. Siempre he ido de dura, y más cuando te ves rodeada de gente que está más borracha que tú y te promete el mejor sexo de toda tu vida en un local atestado de gente y música horripilante. Juro que pensaba que era fuerte, como esos tíos impertérritos que aparecen en las películas de tiroteos a lo James Bond, que echan algún casquete por el camino y continúan salvando el mundo sin mirar atrás. Antes de conocer a Álex, era tan dura como Clint Eastwood apunto de disparar. Entonces lo vi, llevaba una barba espesa y unas gafas de pasta que adivinaban una severa miopía, unas bermudas por la rodilla y una camiseta de algún videojuego de Nintendo. Su sonrisa era típica de las personas que darían todo por ayudarte, y su mirada era el reflejo de alguien generoso, comprensivo. Tan pronto como empezamos a hablar supe que de igual modo poseía una inteligencia exquisita, pues de lo dura que yo era, hacerme reír con tal desenfreno suponía una tremenda proeza en su amplio abanico de habilidades. Y hablando de habilidades, continuaba creyendo que era tan dura que esa noche, tras una sesión de sexo desenfrenado, hizo que me durmiera entre sus brazos. Solía decir: «Esta es mi parte favorita», y aunque no fuera mi estilo, ya sabéis, con lo dura que soy, dejaba que eso sucediera ante mis ojos hasta que lo acabó siendo también para mi. Ocurría que ambos empezamos a enamorarnos del otro apenas sin respiro. Y lo supe cuando rompí a llorar en su pecho, como quien revive el recuerdo más doloroso de su vida, al pensar en la posibilidad de separarme de él.

Vivía en las transitadas calles de Avenida de América, no muy lejos del Metro, donde siempre nos escapábamos a tomar unas cervezas en sus soleadas terrazas, conociéndonos un poco más a cada nueva frase que el otro decía sobre su respectivo pasado, su incierto futuro y lo maravilloso que estaba resultando nuestro presente ahora que nos habíamos encontrado. Qué blanda era en realidad, pero pese a que el amor cabalgara a través de mis venas como un huracán, no conseguía bajar la guardia del todo. ¿Qué era lo que sucedía? ¿Tendría algo que ver con que él fuera cinco años mayor que yo, que quisiera tener hijos o que hablaba con demasiada liviandad de su ex novia? Hecha un manojo de dudas, me despedía de él en el andén regreso a casa con una sensación de lo más agridulce. Sabía que me quería tanto o más que yo a él. Pero algo no funcionaba, y de eso estaba segura. Raquel siempre aparecía en todos sus relatos, a su lado, incluso encima o debajo de él, según. Conocía su aspecto de memoria, una mujer de su misma edad y mi misma estatura, pues llegaba a besarle en la frente como lo hacía conmigo. Su pelo teñido de rojo era inconfundible para los amigos y conocidos en común, y que a todos les asaltaba la duda respecto a si el felpudo combinaba con las cortinas, a lo que Álex siempre respondía con sorna «de cejas para abajo no te podré decir jamás». Estaba claro a lo que se refería, Raquel era una chica que cuidaba mucho su aspecto, le encantaban sus pecas naranjas, que formaban un bonito antifaz alrededor de sus ojos verdes como la hiedra, y siempre estaba sonriendo. Le encantaba la gente y compartir juntos los juegos de mesa todos los sábados por la tarde. Sentía una punzada de dolor en el pecho cada vez que Álex me relataba todos los viajes que hicieron por toda España y todos los que no podíamos hacer él y yo por estar en el paro. Lo cerca que vivieron durante aquellos casi ocho años de relación, los cuales acabaron por una causa que Álex se resistía en desvelar, fruto de un secreto que aún lo unía a ella. Cumplimos dos años de relación, y yo seguía siendo dura, pero no como antes de conocerle. Me había descubierto el amor por primera vez, también el buen sexo y cómo tener un orgasmo haciendo el amor, andando por las mismas calles por las que paseó durante años con Raquel, la eterna omnipresente en nuestra historia de dos, pero en realidad era de tres desde el principio.

Un día, el mismo en el que me demostré a mí misma lo frágil y blanda que era de verdad, vi con mis propios ojos la pesadilla que tanto temía y ocultaba en el arcón secreto de mis emociones. Cuando quise hacerle una visita sorpresa a mi incondicional amor, ahora de mentira, estaba sentado con Raquel frente a la salida de la estación. Él la besaba en la frente, a veces bajaba hasta su boca de piñón, ella siempre sonreía. Al menos en algo no me mintió. Supe entonces que el amor podía volver de gelatina a un iceberg. Y yo no era una excepción.

Lloré, intenté expulsarlo de mi vida, no sabía que el camino de ser dura fuera a su vez tan duro como pensaba. Pero has de dejar que primero algo te destruya, como por ejemplo un amor y su inexorable destino, al igual que todas las cosas que llevan el fin implícito en cada una de sus fibras. Así el gran maestro te enseña de verdad a ser duro. El dolor. Y también una historia que jamás tuvo que ser de tres.

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