LAS MANOS DE MI MADRE

Iba prendida de la mano de mi
madre, recuerdo de ella, sus labios delgados y a través de ellos cuando reía
sus dientes grandes y amarillos, su cabello siempre al viento, algunas veces lo
llevaba enrollado, no sé con qué,
nunca
vi, sus ojos grandes y saltones como los míos, su cuerpo delgado y bailarín,
sus piernas siempre tapadas por un jean estropeado por el uso, con bolsillos
llenos de cualquier cosa, porque siempre que me veía mocosa sacaba de ellos un
pedazo de no sé qué y me limpiaba, cuando
tenía frío saca de ellos un trapo y me lo colgaba en el cuello; llevaba
unos zapatos que parecían chanclas, rotas, raídas, sin tacón; recuerdo la mano que
me soltó aquella vez en el parque de Bolívar, era cálida, pálida, delgada,
llevaba siempre las uñas largas y sucias.

Aquella tarde cuando iba prendida
de la mano de mi madre, de pronto sentí mi mano sola, la de ella ya no estaba,
mire para todos los lados buscándolas,
intentando descubrir ese jean desteñido, esos pedazos de chanclas;
pero solo vi
pantalones cortos,
largos, un pantalón
con una cremallera abierta, dañada, una mano trataba de cerrarla recogiendo las
dos partes,
vaqueros
de colores, jeans rotos en la rodilla o más
arriba, jeans entubados, quien los llevaba daba pasos firmes y taconeaba fuerte,
pantalonetas desgastadas de niños que corrían de un lado para otro, sucias;
faldas
anchas y largas, minifaldas estrechas, algunas las llevaban tan altas que
mostraba los cachetes de la nalga; tenis de colores, negros, con pintas verdes,
rojas, amarillas, sandalias muy elegantes con tacón muy alto, zapatos bien
lustrados, otros llenos de lodo, botas café o negras, vi una botas hasta la
rodilla, quién las llevaba caminaba como por el aíre,
todos
se paseaba frente a mi como si fuera un desfile,
luego
miré hacia arriba, solo alcanzaba a ver espaldas, remeras con capotas,
sacos en crochet, camisas de muchos colores,
algunas a rayas, iban dentro del pantalón;
las camisetas, casi siempre fuera del pantalón,
la de ella no estaba;
di dos pasos buscando su mano, pero solo vi
manos gruesas, ásperas, delgadas, negras, sucias, pequeñas y blancas,
manos
que iban y otras que venían con
uñas de colores, otras sin pintar como la de los señores; de pronto sentí ,
unas lanas rozando mi pierna izquierda, no quería mirar, estaba ocupada
buscando la mano de mi madre; entonces fue cuando se me ocurrió tratar de
escuchar. Si…, escuchando su voz sabía dónde estaba, pero,
no oía su voz, todos estaban hablando, unos
gritaban ofreciendo la lotería,
otros
reían, uno iba tareando una melodía, otra voz ofrecía tinto, otros ofrecían la
fotografía al pie del Bolívar desnudo, otra entrecortada pedía una moneda; escuche
voces tímidas, alegres de ver la catedral, el Bolívar desnudo, los árboles, otras
llenas de resentimientos por los políticos de turno,
escuche sonidos incoherentes, agudice mi
oído,
pero,esa voz chillona de mi madre no se oía, no me
llamaba, intente varias veces que alguien oyera mi voz, pero no se me escapaba
ningún sonido; aquella lana me seguía rozando el pie,
ahora era mucho más fuerte, la sentía
atravesando mis piernas.
Pero, no podía
dar pasos porque ella siempre me decía: “quédate ahí,
no te muevas”.

Cuando ella me soltó de la mano
me quedé allí.
Estaba en silencio,
mirando, escuchando, ahora buscaba su olor, eran diferente a todos los que
olía, sentí olores
a frutas, ese olor a
basura y latas que derraman cerveza, humo de cigarrillos, sentí el que ella
fumaba en las madrugadas, pero el que ella
emanaba no lo sentía, uno de la cintura hacia arriba, éste era una
mezcla entre humo y flores de coronas viejas y otro de la cintura hacia
abajo
que era entre plátano podrído y meados, no los olía, a dónde
se fue, me estará buscando desesperada»o estará huyendo de mí», será que me
abandono», o como siempre estará invocando mi nombre repetidamente y arguyendo
que soy una niña distraída». La lana seguía atormentando mi
pie, quise dar un paso, pero la lana no me dejaba, baje la mirada y ahí estaba…
peludo, sus ojos grandes y redondos me miraban fijamente, sus orejas largas
caían encrespadas hasta el comienzo de sus patas, intente adivinar su color,
gris, blanco, anaranjado, café, o quizás una mezcla de uno de éstos
con la polución de esta gran ciudad;que se yo desde hace cuándo viene combinando
estos colores;
lo miré y con su nariz me
empujo; sacó repetidamente la lengua para lamerse el hocico,
signo de que se sentía inquieto. A ella le
escuchaba decir que los perros hacen este gesto cuando viven una situación
nueva o deciden si se acercan a un extraño.

Con la mano izquierda toque en
forma tímida su
cabeza, no quería que
cuando llegara ella, mi mano no estuviera en el sitio que la dejó,
seguramente me ganaría un pellizco, de pronto
sentí que ya no había tanta gente, que todos se alejaban a pasos lentos, otros
agigantados, algunos que estaban sentados pidiendo limosna se paraban y se
iban, los que vendían dulces,
cerraban
los cajones y también se iban; comienza el silencio y el sol comienza a esconderse;
el lanudo vuelve nuevamente a empujarme con su nariz fría, nuevamente lo toco,
pero el lanudo trata a arrebatar mi atención. Nadie allí, no sé qué horas son,
no tengo noción del tiempo, decido mirar al lanudo y dejarme llevar por él,
emprendemos un camino, llegamos hasta unas escaleras, allí se sentó y me invitó
hacer lo mismo.

Sentada allí, esperando a mi
madre, alcance a ver salir el sol dos veces.

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