ABRIENDO LA VIDA

Quizás fue mi primer club social. Apenas me separaban 200 metros de mi casa. Aquellos tiempos en los que me crié. De eso hace ya casi 50 años. Un pequeño local. No creo que pasaran de los veinte metros cuadrados. Era un local como se hacía antes, con las paredes muy altas. Era la reunión de un grupo de chicos, ninguno pasaba de los 14. El grupo se iba renovando. Es lo que tiene alcanzar el baile de hormonas, en las que hay otro tipo de intereses. Si teníamos que definírlo, decíamos que eran los futbolines de nuestra calle. Para nosotros era “El chino”. En realidad se llamaba Florencio. Y eso lo descubrimos mucho tiempo después. Pero ni era chino, ni se le parecía. El nombre lo habían sacado otros “amigos” de la época, anteriores a nosotros. Y fue porque el primer dueño del negocio, tenia unos rasgos achinados, y claro, en aquellos momentos, con nuestras edades, no sabíamos mucho de las llamadas relaciones sociales.

Jamás vi un espacio tan sumamente aprovechado. En realidad el local lo había convertido en local recreativo, tienda y almacén. Todo en uno. Empezó con un par de máquinas de bolas y un futbolín. Pero empezamos a llenarle el local. Y lo que era el típico negocio de barrio tuvo que ampliar la sede. Florencio no lo pensó dos veces. Si no podía ampliar en horizontal, habría que hacerlo en vertical. No creo que tardara más de una semana. Un pequeño suelo pero resistente a poco más de dos metros de altura. A su izquierda una escalera, cuyos escalones altos costaba subir. Aunque para nosotros, nuestra juventud no se enteraba. Y empezó la ampliación de capital. Abajo tres pinballs. Arriba dos futbolines.

Todavía resuenan en mi cerebro los sonidos metálicos de las bolas de acero al golpear en los jumpers. Esas bolas plateadas, brillantes, deslumbrantes. Acompañaban a esos sonidos agudos, la percusión placentera, acompañada de una sonrisa garantizada, cuando llegaba el gol a tu favor. Toda costaba una peseta. Era nuestra diversión. A veces había que esperar, pero siempre llegaba.

Entrar en el “club” era pasar, por entre medio de una selva de chuches, pequeños juguetes y otras bolsas de plástico. Florencio lo vendía todo. Todo lo que podía. Menuceles, tabaco suelto, botellas, latas. Se había especializado en tener siempre disponible la bollería industrial que empezaba a florecer por aquel instante. Las madres acompañaban a sus hijos al colegio y siempre pasaban por “El chino”. Otros ya estaban con esas dos pesetas que habían conseguido ahorrar. Yo tenía prohibido ir sin haber terminado mis consabidos “deberes escolares”. Por aquel tiempo, todavía no había recibido mi correspondiente baile de hormonas, que en la mayoría de los casos, marcaba la mayor o menor asistencia al local, e incluso la inasistencia. Era inevitable que cuando empezaba a picarte algo más, disminuyera el deseo de participar.

Era el momento en el que se caía en una tentación. Una peseta, tres cigarrillos sin filtro. Posteriormente subiría los precios y la calidad. Se pasaba al filtro. Tabaco negro. Negro como nuestros horizontes. Y mientras pasaba el tiempo, Florencio seguía prosperando. Su negocio no cambiaba. Solo nosotros nos transformábamos.

Al poco de asistir a nuestro club social, algo me marcó lo suficiente, como para transformar mis intereses. Por unos días dejé de jugar a las pinballs y al futbolín. La televisión nos informaba de la llegada de dos hombres a la superficie lunar. Había seguido con atención las noticias. Y el chino empezó a vender unos juguetes de plástico que se montaban. Salían en unos sobres. Finalizaban los sesenta. La niñez quería despedirse y saludar a la pubertad que llamaba.

Pero eso duró solo unos días. Había aprendido a jugar al futbolín. Era sencillo. O espabilabas, o solo jugabas una partida. Intercambiabas el lugar. Dejabas una rubia en la mesa del futbolín y cuando te tocaba te llamaban. Bajabas a jugar con la máquina de bolas. Todavía tintinean en mis oídos el sonido metálico de la bola rebotando en los jumpers. Y el sonido agudo de los marcadores de ruleta. Y cuando “remábamos” en la mesa, para obligar a la bola a hacer algo que por su natural gravedad y su inclinación no marcaba el camino que nosotros deseábamos para conseguir la siguiente partida gratis. Horas. Muchas horas.

A veces teníamos discusiones con el “jefe”. Sí. Cuando intentábamos hacer pequeñas trampas en los pinballs, o lográbamos coger la bola del futbolín para que durara más la partida. Era el juego del gato y el ratón. Los más atrevidos traían pequeñas “ganzúas” de plástico que introducían por el monedero para hacer que la palanca que marcaba las partidas bajara y nos diera la consiguiente partida sin cargo.

El recuerdo lejano se mezcla con la sensación de emoción que cada unos de los días recibía mi cerebro. Eran nuestros primeros placeres. Un lugar lleno de vida. Lleno de granos purulentos que no podíamos controlar. Pero que se quedan marcados a fuego. Es difícil olvidar nuestras primeras experiencias. Nuestras tardes pasadas con otros grupos de personas. Algunas mañanas extras. “¡¡Mamá!! ….. ¿Me das una peseta para tres cebolletas?” El jefe sacaba unas pinzas y abría un bote de plástico. Decenas de cebolletas cabían en ese inmenso bote. Y Florencio pasaba su vida entre esas cuatro altas paredes.

Ahora apenas una persiana metálica recuerda aquellos años vividos. Las canas de Florencio las volví a ver años después. El vivía en el portal de enfrente de mi casa. Nos seguimos saludando como si no hubiera pasado el tiempo. Intercambiamos las sonrisas cómplices de aquellos tiempos vividos. Al fin y al cabo fuimos parte de un pequeño engranaje que la sociedad nos puso delante, y nosotros cada día intentábamos representar de manera fiel. La obra de teatro de la vida. Siempre improvisábamos. Y siempre lográbamos el lleno. Llenar nuestra alma de experiencias que nos imponía la vida. Al fin y al cabo, nosotros, nos presentábamos en sociedad. Así era. Abriendo la vida.

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