Billar los caracoles.

Billar los caracoles.

Jhoan Muñoz

08/02/2018

Mi nombre es Marisoka, y el siguiente relato me lo narró mi abuelo bajo un sol de medio día, sobre una tierra de 4470 millones de años, el día que le pregunté por cuál fue, en su época, el sitio que prefirió y al que recurrió con más frecuencia. De todos los lugares del barrio, mi abuelo sólo eligió uno; de todas las anécdotas que sus años deben conservar en sus memorias, mi abuelo optó por ésta y he aquí su historia:

El billar los caracoles sólo era frecuentado por gente desolada, llevada del putas; gente que quería ir a encontrar compañía en el rincón del baño; gente que quería ir, abrazar el inodoro y jurarle un poco de desamor eterno; gente que se encendía un cigarrillo y se volaba los sesos sólo con el fin de hacer que el viejo dueño del billar tuviera que limpiar su desastre; gente que cantaba una canción y llenaban de sudor sus cerebros, sus noches, sus tetas, sus pecas, sus sexos.

Las chicas del billar los caracoles eran complicadas, primero te ofrecían qué fumar, después un trago, un condón, una pieza, un baile, un striptease y luego, se saturaban su sexo con tu cansancio, tus olores, tus sudores, tus salivas y cortaban con su cuchilla alguno de tus pezones para colgárselo en el culo como recuerdo y triunfo de la noche.

En la entrada del billar los caracoles siempre había una mesera que te decía: «Ey! chico, ¿cómo va la noche?» Y si le decías que bien, que todo va bien, que fresca chica, no te preocupes, te daba un botellazo para que supieras que al billar los caracoles no ibas a celebrar triunfos, sino a incendiar esas noches internas que habían terminado por dejarte soñar con ese espejismo en el que el mundo es mejor.

Para ingresar sólo era necesario que estuvieras infectado, manchado, sólo un poco salpicado de la realidad. Allí, en el billar los caracoles, los que eran soñadores mágicos por naturaleza, eran tirados a la fuente desnudos y luego llegaba una putica, la más triste de todas, se rascaba las tetas, se acomodaba el sostén, sacaba una moneda, la tiraba al agua y le compraba los sueños al cliente; luego los envolvía, los regaba de orines, los secaba, se los fumaba, y a las maripositas medio coloreadas que salían del humo, les arrancaba las alas para que los caracoles del piso se las devoraran y, antes de que murieran, les decía que aprendieran, que comieran mierda, que los humanos nacimos sin alas, y que por eso, no por envidia, no nos gustaba inventarnos maricaditas que nos permitieran envolver en papel regalo la mierda que la realidad defecaba y nos hacía comer con el mayor de los gustos.

Recuerdo la noche en que clarita compró mis sueños decía mi abuelo. Me dio un botellazo en la boca, y me dijo que ese diente que se había caído había dejado el espacio perfecto para que la imaginación saliera entre el humo, el licor, el mal aliento, y no tuviese más ganas de cagar arcoíris, a no ser de que fuesen grises o por lo menos oscuros, para adornar las noches.

Aún busco un por qué para aquel relato, y es por ello que desde hoy, en cada uno de mis atardeceres, mis pasos irán dirigidos a encontrar este descolorido lugar, al que los seres desolados llamaban billar.


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