Como todos los domingos había salido temprano de su apartamento para ir a tomar una taza de chocolate con porras. Ese era su premio, endulzarse las mañanas. Los domingos le gustaba dejar a su marido con las niñas y dar un paseo en solitario hasta casa Aranda, donde servían el mejor chocolate a la taza. El trayecto era siempre muy agradable, le gustaba ir por el paseo del Parque, pasar por delante del antiguo edificio del ayuntamiento, luego el de la universidad y adentrarse en el casco viejo por Travesía del Pintor Nogales. Las tiendas de turrones y souvenirs de la calle Alcazabilla a esa hora aún estaban cerradas y El Café Central se preparaba para otro día de intenso trabajo. Es verdad que ese camino era más largo, pero no tenía prisa por llegar, para Lucía era un placer pasear por la ciudad que la acogió en su juventud y que tantas satisfacciones le había dado. Cada una de esas calles tenía historias que contarle, siempre diferentes, era solo cuestión de saberlas escuchar.

Era normal a esas horas encontrarse con algún turista resacoso que apuraba las últimas horas en la ciudad, o con el músico, que en calle Cister, se preparaba para dar su concierto, expectante de lo que el día le iba a ofrecer. Tantos años tocando el acordeón en aquel enclave le habían hecho un gran observador del tiempo y de la gente; los naranjos estaban ya reventones y el olor a azahar inundaba la entrada a la catedral. Parecía un domingo tranquilo.

Cuando llegó se sentó en su mesa y Manuel, sin ella decir nada, le trajo su desayuno preferido, una buena taza de chocolate caliente y una bandeja con porras recién hechas. Hacía años que se conocían y entre ellos
siempre hubo un punto de deseo que nunca se materializó, quizás debido a la diferencia de edad, o quizás porque en la sociedad malagueña no hubiera estado bien visto; pero a Lucía no le hubiera importado caer en brazos de Manuel. Él tenía su particular código para atender a los clientes, ya eran muchos años sirviendo tazas y bandejas repletas y a veces solo con una mirada ya sabía cómo debía atender a los parroquianos.

Con Lucía era especialmente amable, y siempre tenía algún chisme que contarle, a ella eso le encantaba; en el universo del camarero las historias durante la semana se sucedían una tras otra, turistas descaradas que le tiraban los tejos, raterillos de la comarca que querían sacarse unas monedas de los despistados, las gitanas, que con su arte, tanto vendían la buena fortuna, como el número de la lotería, que seguro, estaría premiado… Manuel con sus historias lograba hacerla reír.

Aquel domingo fue diferente, cuando le sirvió su taza de humeante chocolate caliente, él, con algo de disimulo, le dejó entre sus manos una nota manuscrita. A Lucía le dio un vuelco al corazón, y por un momento pensó que Manuel se le estaba insinuando. – ¡Descarado! pensó para sí; con algo de coquetería creyó que sus fantasias sexuales por fin se iban a materializar.

«Te espero en la Casa Azul a las 11, habitación 16, ven sola» decía la nota, escrita en una servilleta de la casa. Cuando levantó la vista, Manuel había desaparecido , preguntó por él a Antonio, su compañero de terraza y le dijo que había tenido que hacerse cargo de servir en el salón interior , que ya a esas horas estaba repleto. No volvió a verlo.

Llamó a su marido para decirle que se retrasaría , pero que no se preocupara que ya traería ella el pan para la comida, y que estaría en casa para la hora del vermut, otro de sus rituales de domingo.

Cuando dejó el paseo de Reding y vio como se dibujaba a lo lejos la Casa Azul , tuvo un momento de duda, no era justo engañar a su marido, no se lo merecía, era un buen esposo, un magnífico compañero y sobre todo un padre entregado… pero la rutina de 15 años de matrimonio se había apoderado de su cama y le apetecía cometer una pequeña locura, los 50 estaban ya muy cerca y pronto entraría en esa edad en la que las mujeres se volvían transparentes. Se quitó de un plumazo las dudas y siguió andando hasta la puerta del Bed and Breakfast .Atravesó el pequeño patio , accedió a la minúscula recepción y allí, como siempre, estaba uno de los gerentes que amablemente le dijo : -¿ Lucía?, te esperan en la 16, primera planta, a la derecha. No le dio tiempo a responder, – ¿cómo sabía el muchacho de la entrada que ella era Lucía? . Subió algo nerviosa la bonita escalera y una vez en el primer piso , miró el cartel que indicaba la numeración de las habitaciones, la 16 ahí estaba, a la derecha.

Se sorprendió al ver que la puerta estaba entornada, con sigilo la abrió y vio la silueta de Manuel apoyada en el pequeño balcón que daba a la calle, estaba fumando. Cuando ella entró, él se giró súbitamente, aún llevaba puesto el uniforme de camarero; notó en la cara del chico que aquello no era un encuentro fugaz para una mañana de pasión.

-Lucía, ¡ayúdame!, ayer conocí a Agneta en el Pimpi, se hospedaba aquí, en la Casa Azul y después de tomar unas copas me invitó a venir, hemos pasado la noche juntos y esta mañana al levantarme para ir al trabajo me la he encontrado en el suelo del baño, sin vida; me he ido a trabajar , sin saber qué debía hacer, al verte he pensado que solo tú podías ayudarme, – dijo Manuel…

-Termino por hoy, estoy cansada, a veces las historias fluyen más lentas y hoy mi novela no quiere avanzar, tengo qué pensar cómo ha muerto Agneta, y por qué Manuel confía algo así a Lucía. -¡ Cariño a cenar!, (mi marido me llama), -prepara una copita de vino que ya voy.

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