En un pequeño pueblo que jugaba a ser ciudad, había una mujer de ropas ajadas sentada a la entrada de un supermercado que observaba a las personas pasar, algunas con hijos que tiraban de sus mangas pidiendo golosinas, habían señoras que contaban el dinero de su cartera, antes de pasar a la caja y otras iban solas, con sus carros rebosantes de mercadería que más tarde se servirían en sus mesas.

Al pasar solo algunos se fijaban en la mujer de avanzada edad con las manos sucias extendidas en forma de cuenco, donde uno que otro niño le dejaba una moneda y se iba corriendo.

Antes de que el supermercado cerrara, abatida la vagabunda se compraba un pan y con suerte un pedazo de jamón con las pocas monedas que los niños le habían dejado y se iba a su hogar, la vereda que estaba a la vuelta, donde pasaba las noches que caían sobre el pueblo, con risas de mujeres adineradas junto a sus amantes escondiéndose de los faroles.


Dicen que una vez ella fue joven y hermosa, tuvo un nombre y un esposo que la dejo por una empresaria, a los pocos meses de casados y que desde ese día ella renuncio al amor y comenzó a venderlo como a la falsa felicidad o felicidad pasajera, que sentimos las personas al conseguir lo que queremos para luego querer algo más.

Vivía en las calles del pueblo, y en cada esquina se la veía vendiendo. Pasaron los años y la belleza se fue con ellos.

Cada día tenia menos clientes.

Hubo un día en que un mal hombre la golpeo, así que ella decidió dedicarse a ganarse la vida como vendedora ambulante, comenzó su pequeño negocio con una canasta de pan amasado que preparaba todas las mañanas.

Todos los días, a la misma hora se paraba frente al supermercado.

-¡Rico el pan, rico el pan amasado!- gritaba a las personas que pasaban pero las personas parecían ignorarla. Al final del día llegaba a su casa con la canasta medio llena. Y con lagrimas amargas lloraba la desdichada mujer que no tenía amigos ni familia

y tampoco dinero para pagar la renta.

Y así es como un día llegó a dormir en la vereda a la vuelta del supermercado.


En una de esas noches heladas y obscuras la vagabunda miraba las estrellas y pensaba en el amor que no tuvo, en la belleza que había perdido y en su cuerpo marchito y agarrotado

– Hola, ¿me puedo sentar contigo? – dijo un hombre de ropas raídas como ella, con una barba de muchas estaciones y con las manos tan sucias como ella.

¿Cómo responder que si? ¿cómo decirle que había olvidado las palabras en alguien más?

Se quedó muda, pero él interpreto el silencio de otra manera.

– No tengo nada más que ofrecer aparte de mi compañía – le dijo tristemente.

– Puedes sentarte conmigo, me llamo Adela – le tendió la mano, él se la estrechó y no se sintió avergonzada. – Alberto – le dijo él.

Se quedaron toda la noche conversando y se sintieron cómodos en la compañía del otro.


Conforme fue pasando el tiempo la gente comenzó a acostumbrarse a ver a dos ancianos con ropas rasgadas pidiendo dinero por las calles del pueblo, y en las noches de lluvia reían acompañando a la lluvia en su simpleza olvidándose de la vergüenza, la suciedad y su pobreza.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS