-Con este ya son catorce – murmuró a mi esposo.

Es la mañana trece del mes de diciembre, después de que el miedo se hiciera realidad. Nos abrazamos con algo de tristeza, y tras una larga dispersión en la que sucumbimos, hay una idea extraña de que un peligro nos acecha.

El salto, así era como los pobladores llamaban esta clase de eventos, posteriormente los medios de comunicación lo adoptaron, por ello cada que escuchábamos esta frase, en todas las mentes recorría la idea de un trampolín ornamentado con el cual todos brincaban en las calles.

Las noticias nos sobresaltaban todas las noches, pero la población neutralizada ocupaba retrospectivamente el abolir del tiempo, y es que ya no había más que esqueletos trabados de angustia. Hay sonidos en eco por las calles…

Es época navideña, donde la gente hueca se inunda, y los otros se deshuesan ante la ausencia de los otros; la gente se mira a los ojos, conociendo el lenguaje de rebeldía, se inspeccionan unos a otros y establecen un deseo, pero prosiguen con su labor, y quedan finalmente ausentes. Existen excepciones, personas que se adhieren a lo real, conocen la perfección de la luna o simplemente es gente distraída.

Hay quienes gozan de una luz propia y herida, satisfechas y que existen por día. Mi marido y yo, vemos todo desde lejos, contemplamos esas cascaras mortales de deslealtades, por lo que utilizamos nuestras ansias de conocimiento como ejemplo de una mente equilibrada. Él es maestro y se preocupa cuando me habla del fluir del agua, de la cruel indiferencia de las señales que indican peligro; y yo que escribo, le glorifico su hermosura, le recuerdo el brillo en lo más alto del espacio, juego con la hazaña del demente: que consiste en juntar esquizofrenias que andan por el mundo, miento en los designios que obligan al tonto actuar como uno, e instalo una perturbadora crepitación en sus inconscientes y ya en sus desoladas letanías funjo como cura en sus heridas, de su carnosa mortalidad de autoengaño.

Once son las veces en las que estuvimos a punto de partir, tomamos nuestras maletas y nos miramos a los ojos, nuestro hogar en el edificio diez, era la única trinchera que conocíamos, y siempre que deseábamos partir, el cielo estaba completamente azul, nos convencía de que había otras muchas razones para continuar, y es cuando olvidábamos todo, perdíamos nuestra propia sombra en la búsqueda atroz de las otras, porque ese peligro asechando gritaba que si no se salvaban todos, ninguno lo haría.

Apagamos todo mientras respirábamos polvo y reíamos a carcajadas por la inexplicable demencia de amar. Y notamos que había otro más. Un saltante, las luces de la patrulla lastimaron nuestros ojos. Bajé la cabeza y me escondí en sus brazos, estaba nuestra vecina en bata llorando sobre la nieve, jamás se recuperará. De pronto le pregunto a mi señor tres puntos: ¿crees que llegue a vieja?, no me contesta, y no lo culpo, no me gustaría saber que pasará.

Nuestra plática trivial se convirtió en una filosófica de investigación. Después del noveno autor/víctima de ese crimen, concordaron que todos lo hacían por una razón general. Dijeron que es una demencia viral, que afecta el cuerpo y luego el juicio. Dicen, que es la forma demencial en que las calles roban, ya no se puede salir de casa sin advertir peligro. Así pues empiezan a escuchar una sombra mítica, un canto estrafalario, caminan por las zonas oscuras por donde no transita nunca nadie y requieren del frio extremo para consolarse o los vagones lentos que parten al exilo. Presienten el clima como amenaza, pero no hay más, la dulce estopa que los envenena. Las calles son peligro.

Los que saltan, avinagran su propio cuerpo por gusto, rebotan y es cuando el demonio intenta establecer una paz que perturba, sus manos posteriormente se sacuden y desempolvan ya un estrépito apagado, es un ruido tan callado que sólo los locos pueden disfrutarlo; es cuestión de ellos, pues son los únicos que apuestan contra sí mismos. Y ya su rostro cadavérico y con manos que no sujetan nada, las almas permanecen estantes.

Cuánto amor debe caber dentro de sí mismos para saltar su vida en lugar de sólo huir. El octavo fue por honor, el séptimo por negación, el sexto por determinación, el quinto por depresión, el cuarto por impotencia, el tercero por incomprensión, el segundo por valor, el primero por desesperación… Y el decimoquinto y la decimosexta por amor.

Está mañana me ha traído ocho flores, ya le han quitado el polen por lo que seguramente no duren mucho, ya he terminado de planchar nuestros trajes y así, sin saber que decir vamos a casa de la vecina. Ojalá hubiese estudiado otra cosa, quizá así no estaríamos sufriendo la falta de alimento, pero decidí irme por la lujuria del propio exceso del lenguaje, pero ¿Por qué las calles se volvieron en contra de quien las transitan?

Acompañamos a la vecina, quien es madre soltera y aún muy joven; por regla general, esos cuerpos terminan convertidos en ceniza, y la luz mortuoria de la soga, es entregada por centímetro a la familia, del árbol donde cometió su suicidio no yace más que una marca que los peritos marcan con color rojo, la gente evita la zona por un par de días y luego aquella marca queda como adorno que otros ven y no comprenden o los turistas que van y se toman una selfie tocándola.

Posteriormente las catacumbas dan la bienvenida a sus escasos huéspedes sonrientes, esos que sucumben en la mejor parte de la agonía.

Finalmente, ya en casa mi marido y yo, por fin en navidad nos dimos un regalo, vamos a decir adiós, habrá que irse, aunque no haya razón para tener que marchar, en estas ansias de volver al mundo, absorbidos por esta luz sombría que no cesa de alumbrarnos, nos decimos –Feliz navidad amor mío-. Y salimos a la calle para saltar.

@nortspider

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS