Al llegar el verano, los Antìa sacaban las sillas a la vereda. A cada lado de la puerta principal de la casa se sentaban los esposos y a sus lados, los hijos e hijas, sobrinos, nietos y hasta vecinos que de manera casual compartían una charla. Desde el atardecer y hasta la hora de la cena, daba la sensación que muchas cosas ocurrían en la calle porque los Antìa acechaban atentamente, cada situación que desfilaba ante ellos.
Y lo primero era ver, y luego claro, el comentario al aledaño, como al pasar, o a media o voz, pero sin esperar respuesta. El saludo seco, pero respetuoso al caminante que cruzaba su vista y después, seguir con la mirada y después escuchar una revelación y aportar algo más.
Y así durante un rato. Hasta la noche.
Y después, como si estuvieran de acuerdo, se levantaban de a poco, recogían las sillas y dando la última ojeada al barrio, entraban a la casa para cenar.
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