EL SUEÑO DE LUCAS

EL SUEÑO DE LUCAS

Ana M&M

04/03/2018

Asomó entre tiritones el hocico sucio y congelado; aquella noche de finales de febrero corría una fuerte ventisca que aturullaba los oídos y hacía a los árboles tambalearse con violencia. Alzó los ojos al cielo y contempló las estrellas que lo cubrían, tantas que el ojo humano jamás había logrado contar; temblaba de frío pero, por un instante se le olvidó, pasmado ante semejante espectáculo.

Y mientras estaba allí, bajo un banco cualquiera de un parque cualquiera de un pueblo más entre tantos, con el cuerpo arrecido y observando el firmamento, se perdió en sueños.

Llevaba aproximadamente un mes allí compartiendo el parque con muchos otros perros olvidados como él.

Pero la existencia de Lucas no fue siempre tan carente de sentido, su vida había sido feliz antes de aquello; sus anteriores dueños, una pareja de ancianitos que le querían muchísimo y se desvivían de atenciones hacia él, habían fallecido recientemente ambos en cuestión de dos meses; ella de un infarto cerebral, él de la pena. Pero la vida no solo se acabó para sus dueños, también para Lucas que, de repente, se vio bajo aquel banco solo, triste y helado de frío.

Los días en aquel parque eran largos, solitarios, llenos de vacío; transcurrían entre aullidos ahogados, luchas por encontrar algo que llevarse a la boca, con frío en los huesos, con miedo en el alma, con mirada perdida. Eran días de hambre, penurias y, sobre todo, de soledad.


Por las tardes el parque se llenaba de niños; Lucas los observaba desde la distancia; los veía jugar, correr, reírse a carcajadas… pero nunca se acercaba a ellos; su aspecto descuidado y su gran tamaño hacía que todos se alejaran de él.

El sueño de Lucas no era demasiado ambicioso: solo deseaba encontrar alguien que lo amase y alguien a quien amar.

Un día de tantos reparó en un niño al que no había visto antes; le encantó con aquella piel del color de las galletas, los ojos oscuros, grandes y expresivos, y esa cálida sonrisa que le hacía sentir de nuevo como en casa. Le habría gustado acercarse a él, tratar de ser su amigo, pero sabía que era absurdo, nadie prestaría atención a un perro abandonado como él, por lo que se resignó a vivir para siempre bajo aquel frío banco de aquel concurrido parque; y así, en la misma rutina, pasaban los días uno tras otro sin nada que hacer ni nadie a quien querer.

Una tarde el parque estaba repleto de niños que corrían de un lado a otro rebosantes de alegría; se acercaba la primavera y los días eran cada vez más largos, las sonrisas más entusiastas y los sueños se vislumbraban más reales. Aquella tarde también estaba aquel niño, cuyo nombre era Kauán. Entonces Lucas, con un valor en sí mismo que no reconocía, decidió que su vida sería diferente, que debía hacer algo si quería cambiar su destino. Se dirigió de forma sosegada y prudente hacia él sin darse cuenta del peligro que le acechaba; no vio ni al niño ni a la bicicleta que se le acercaban a gran velocidad, únicamente sintió el golpe seco y la rueda rasgándole lentamente la piel. Solamente sintió que estaba tirado en el suelo, dolorido y con todas sus ilusiones hechas pedazos.

Cerró los ojos dispuesto a negarse a esa vida que tanto odiaba y aceptó que aquel era su fin.

Pero se equivocaba.

Un rato después despertó en otro lugar, en una especie de cubículo que no le resultaba del todo desconocido. Alzó la cabeza y observó su cuerpo tumbado; lo percibió diferente, estaba limpio, con las heridas cubiertas con vendas y caliente, no quedaba rastro de ese frío que le consumía los huesos.

Entonces se le acercó una silueta y le habló con una voz que reconoció familiar, incluso le llamó por su nombre:

-Lucas – le dijo- come un poco, estás muy débil.

Tras lo cual colocó ante él un cuenco con pollo desmenuzado y arroz que Lucas devoró con ansia y que le supo mejor que nada en este mundo.

Y mientras comía, escuchó una conversación al otro lado de aquellas cuatro paredes:

-Este perro tiene Microchip, no es un perro abandonado, yo misma recuerdo a su dueño, un anciano muy agradable que le ha traído en varias ocasiones. Recuerdo que la última vez que vino estaba muy triste, había perdido recientemente a su mujer. – se detuvo frente al ordenador revisando sus datos tras lo cual concluyó – El dueño se llama José Luis Correa Martín y vive en la calle Amapolas.

-¡En la calle Amapolas! – exclamó Kauán – nosotros vivimos al lado.

-Es cierto – dijo su abuelo – creo que sé quién es José Luis, solía cruzármele con frecuencia cuando salía a caminar. Su mujer falleció hará unos 4 o 5 meses y él murió tiempo después, decían que se había debilitado mucho desde entonces y no tenía ganas de luchar.

-Si no tiene dueño tendremos que llevarle a la protectora de animales, sintiéndolo mucho aquí no podemos encargarnos de él – respondió la veterinaria.

-Yayo, ¿podemos quedárnoslo? – preguntó el niño notablemente emocionado

Su abuelo no respondió, dudoso.

-¡Por favor! – suplicó Kauán

Y le miró con esos ojos a los que el abuelo no era capaz de resistirse.

Y el abuelo accedió.

Aquel día que parecía el último de la vida de Lucas, había sido indiscutiblemente el mejor de todos sus días; había ganado un hogar, una familia y, sobre todo, había logrado cumplir ese sueño que tanto anhelaba: encontrar alguien que le amase y alguien a quien amar.

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