Todas las noches llegaba envuelto en su sobretodo negro, pedía un vaso de whisky y se sentaba en la mesa junto al ventanal.
Tenía unos 35 o 40 años de edad, el cabello y los ojos negros le daban un aspecto mas melancólico aún. Era alto, usaba una bufanda marrón tan larga que a pesar de llevarla doblada le caía por debajo de la cintura; en su flacura casi podía esconderse detrás de ella. Caminaba agobiado con las manos siempre en los amplios bolsillos del gabán y con un severo interrogante en su mirada. En cuanto llegaba, inundaba el ambiente de una melancolía que las palabras no alcanzarían a describir de manera completa; pero podría decirse que traía consigo toda la añoranza de épocas felices y la pesadumbre de un presente desaforadamente triste.
En los diez años que frecuentó aquel bar solitario, hogar de infelices que ahogaban con alcohol una infelicidad que a pesar de todo sabia nadar, nadié supo nada de él.
Se sentaba solo, siempre solo. Tomaba el vaso de whisky con la mano derecha y lo hacia girar indefinidamente; parecía que quisiera marear los cubos de hielo para luego marearse él. Era muy metódico en todos sus movimientos, tan metódico que siempre hacia los mismos ademanes para colgar su abrigo del respaldo de la silla, los mismos movimientos cadenciosos para sentarse y el mismo gesto de fracaso al irse. Permanecía cinco horas impasible, con la mirada fija en la puerta de entrada esperando que ingresara no se quién y luego se marchaba bien entrada la madrugada. Tomaba la calle y se sumergía en las penumbras de un callejón cercano.
Pasados varios meses, el cantinero y algunos concurrentes comenzaron a murmurar al respecto del impertérrito parroquiano. Conjeturaban sobre su vida, sobre su espera, sobre sus raras costumbres. Algunos decían que era un desocupado depresivo, pero pronto esta versión dejó de tener asidero pues el sujeto vestía bastante bien y pagaba su whisky diario sacando una abultada billetera. Otros creían que el tipo estaba loco y quizá se habría escapado de un psiquiátrico. El cantinero, en cambio, insistía en los ademanes raros de su cliente y comentaba sobre su camisa color rosada con una sarcástica sonrisa, con lo cual la reunión terminaba en una ruidosa carcajada.
Un año después, las murmuraciones se convirtieron en preocupación y en verdadera curiosidad por todos los clientes. Alguno que otro intentó acercarse al enigmático personaje en busca de información relevante y así terminar con los rumores, pero solo recibieron un silencio de tal envergadura que uno de los osados curiosos llegó a decir que creyó estar asomado al mas profundo abismo y sentir que el alma casi se le despeñaba en esa mirada vacía. Los cuchicheos exagerados en torno a ese mundo de un hombre solitario y silencioso con un vaso de whisky girando en su mano derecha, fueron desapareciendo por el efecto del desinterés que provoca el tiempo. Al cabo de dos años ya casi nadie notaba su presencia, pues había pasado a ser parte del inventario de la vieja taberna.
Un día, no recuerdo cual, olvidó sobre la mesa tapizada de húmedas y amarillentas marcas redondas, su vaso de whisky. Otra noche dejó su gabán negro colgado del respaldo de la silla y en otro descuido no se llevó a si mismo, dejándose en esa misma postura tan habitual en él, con la mirada sostenida en esa actitud de espera propia de quien no espera nada; y los largos dedos de la mano derecha haciendo girar aquél vaso de whisky, intentando marear no solo los cubos de hielo sino a una infelicidad que entre otras cualidades sabe nadar.
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