Éste es un buen barrio

Éste es un buen barrio

Nuestro barrio es precioso. Céntrico, pero tranquilo. Todo el mundo se conoce. Hay comercio de proximidad, y los niños pueden jugar tranquilamente en la calle. Sin embargo, nadie entra aquí. La gente de otras partes de la ciudad nos evita, y a veces incluso da unos rodeos enormes para no tener que entrar.

Creo que es porque las aceras sudan.

En invierno parece llovizna, y los pocos turistas despistados que aterrizan aquí no le prestan atención. Es en verano, cuando hace más calor, que las aceras e incluso los cimientos laten y rezuman, y un vago olor animal flota en el ambiente. Más o menos se confunde con el olor a pescado del mercado central.

Más o menos.

Ni siquiera la policía entra aquí.

Realmente, lo de la policía no fue nuestra culpa. Todo empezó con el caso de Cristina Hernández. Yo era joven entonces. Cristina tenía ocho años, y su profesora denunció que hacía dos días que no iba a la escuela. Sus padres no habían dicho nada porque no estaban preocupados, y así lo explicaron una y otra vez cuando aparecieron los patrulleros quemando rueda. La niña desaparecía a veces, luego volvía a aparecer. El barrio era seguro. Ya verían cómo Cristinita estaba de vuelta en nada de tiempo. Los agentes dieron órdenes a gritos y patearon algunas puertas; estaban muy indignados. Pronto tuvimos a la prensa local encima, arrojándose con entusiasmo sobre la jugosa historia de los padres desnaturalizados a los que les daba igual que su hija hubiese desaparecido. Las juntas de los edificios empezaron a sangrar negro.

En el día cuatro de la búsqueda, uno de los agentes se puso nervioso y cometió el error de empujar a la abuela de Cristina, una señora de setenta años que no había hecho nada. Unas horas más tarde, se resbaló en la acera húmeda y se partió el cuello. O ése fue el veredicto final; no había nadie con él cuando pasó. Sus compañeros, histéricos, se llevaron la mano a la pistolera y nos amenazaron con una investigación por asesinato, pero al romper el alba reapareció Cristina Hernández, alegre y completamente ilesa, ante sus ojos atónitos. ¿Dónde había estado? “Por ahí” fue lo único que dijo. Sus padres asintieron, satisfechos. La policía se marchó insultando y llamándonos psicópatas, y no ha vuelto desde entonces.

La verdad, para ser agentes de la ley eran un poco maleducados.

Mirad, éste es un buen barrio. Lo que pasa es que no todo el mundo puede vivir aquí. Las mellizas Ortega, por ejemplo. Vinieron de uno de esos barrios del ensanche con barberías y tiendas de cupcakes, decididas a poner una tienda de bisutería. Carísima, por otra parte. Incluso alquilaron el apartamento de arriba, y no se arredraron ante el desinterés del vecindario, ni ante los gemidos de las paredes. Le contaban a todo el mundo lo estupendo que era vivir allí, en el corazón de la ciudad. Nosotros nos encogíamos de hombros. Nueve meses más tarde, Melisa Ortega desapareció mientras hacía inventario, tarde en la noche. Su hermana Helena, que había salido ese día, lloró y gritó y finalmente maldijo, pero no consiguió resultados. Como ya dije, a la policía no le gusta entrar aquí.

Helena Ortega clausuró su tienda y salió corriendo. Unas semanas más tarde, el pequeño Rajpal Singh se coló por una persiana mal echada y encontró uno de los zapatos de Melisa, mordido. Los señores Singh, dueños de la tienda de comestibles, indicaron a su hijo que tirara eso a la basura, y siguieron haciendo caja. Al fin y al cabo, siempre habíamos sabido que al barrio no le gustaban las Ortega.

A lo que voy es que no es un mal sitio, es sólo que la gente se asusta de lo que no entiende. Si te portas bien, no tienes nada que temer. ¿No es así en todas partes? Ahora, si te portas mal y te pasa algo, honestamente, ¿de quién es la culpa?

Como los holandeses. Llevan tres días en la ciudad y no han hecho más que causar problemas. Ni siquiera duermen aquí, están en un B&B de esos más al norte, pero por lo visto nuestro barrio está a mitad del camino del distrito de bares, y llevan tres noches seguidas apareciendo borrachos de madrugada, pegando gritos y volcando cubos de basura. Nadie los soporta, pero ninguno se da por aludido de las miradas torvas y los edificios que crujen.

Las aceras están empapadas mientras acarreo la compra a casa. Todo el día se ha oído en las calles un pitido irritante, como el que queda en el oído después de una explosión. No me extraña. Todos andamos un poco nerviosos.

Giro la esquina del mercado y ahí está, sentado en la acera con cara de imbécil, uno de los holandeses. Se ríe de algún chiste que sólo él conoce, balanceándose contra la verja de un solar a medio construir. Plank, plank, plank. Son sólo las ocho y ya está borracho. Qué vergüenza.

Llego a su altura, y me mira. “Goede nacht” balbucea, y se ríe de nuevo. Yo dejo las bolsas en el suelo y lo pateo con todas mis fuerzas, primero en el estómago, y luego, cuando se derrumba, en el costado, arreándolo contra la valla, que cede y se tuerce. El holandés lloriquea, pero está tan borracho que no acierta ni a protegerse. Rueda y cae por el desnivel de los cimientos abandonados. Ni siquiera llego a oírlo gritar: sólo hay un intento de grito, interrumpido por un crujido húmedo, un poco desagradable. Después, silencio. El pitido se ha ido.

Suspiro, satisfecha, recupero mis bolsas y miro al frente. Rajpal Singh está sentado en un banco, comiendo pipas con el hijo de Cristina Hernández, Leo. Suelen jugar juntos después del colegio. No han perdido detalle.

Saludo con la cabeza. “¿Qué tal, chavales?” “Buenas noches, señora” contestan ellos a coro, educadísimos.

¿Veis? Éste es un buen barrio. No hay nada que temer.

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