―¡Mirá, Ernesto!, ¡una calesita! ¿Damos unas vueltas?
―¿Unas vueltas en la calesita?
―Sí.
―¿No me lo dirás en serio?
―¡Sii!, en serio: ¡me encanta la calesita!
―Pero oíme, nena, hace un minuto me decías que estabas mareada, que se movía el suelo y que te costaba caminar, y ahora me decís que querés subirte a una calesita; no te entiendo. Me estás tomando el pelo, ¿no?
―No, en serio, ya se me pasó el mareo; ahora me siento bien. ¡Vamos, dale!, una vuelta nada más. Y no me mires así, Ernesto, ¡yo estoy embarazada, no enferma!
―Sí, eso ya lo sé, pero me preocupa. Y no lo digo por el embarazo sino porque no quiero que te vuelvas a caer.
―No me voy a caer, no te preocupés, esta vez sería fatal para el bebé, acordate lo que dijo el médico.
―Sí, a eso me refiero… Yo creo que es una locura que quieras subirte a una calesita con semejante bombo, pero vos sabrás: sos la única que sabe cómo te sentís.
―¡Por eso mismo! Me siento diez puntos. ¡Vamos, dale!, Ernesto, sacá los boletos.
―¿Estás segura?
―¡Dale, cortala! Vos sabés que siempre me gustó la calesita. El caballito me vuelve loca, sube, baja, sube, baja… Ya que no me animo con uno de verdad me hago la ilusión con uno de mentira.
―Nena, yo no te veo buena cara. Vos sabés que me encanta darte los gustos, pero si te pasa algo…
―¡Che, no seas pesado! ¿Sabés lo que son los antojos?
―Sí, claro, tonto no soy.
―Bueno, entonces, ahora mismo tengo antojo de calesita. Vos no querrás que el bebé me salga con cara de caballito de madera ¿no? Aunque me maree un poquito, igual pienso dar una vuelta. No me hubieras traído por acá… ¿Vos sabías que había una calesita en esta calle?
―No, ¿cómo voy a saberlo?
―No sé, pero da igual: ahora te embromás. Si me vuelvo a caer y le pasa algo al bebé, va a ser por tu culpa.
―No digas eso ni en broma, nena, sabés muy bien que la culpa de los mareos no es de nadie. Además, si te descompusiste en la montaña rusa fue porque te encaprichaste como una mocosa de diez años.
―Sí, jajaja, ¡flor de porrazo me di! Casi te doy el gusto, ¿eh? Pero te fallé, Ernesto… Vení, ayudame a subir al caballito: el trasto este es muy resbaladizo y tengo que sentarme de costado.
―Sí, ya lo veo: si no tenemos cuidado te vas a romper la crisma. ¿Por qué decís que me fallaste?
―¿Qué por qué? Jajaja. Porque lo sé, Ernesto: vos no querés que tengamos un hijo ¿A qué no?
―¿Qué estás diciendo? No bromees con estas cosas: el bebé es mi gran ilusión, así que no digas pavadas, ¿querés? ¡Ojo!, mirá dónde ponés el pie.
―Es difícil creerte, Ernesto: sin trabajo, sin un lugar donde vivir, sin un peso… ¿Creés que no te conozco? Pero no te culpo ¿sabés? Un bebé, justo ahora, es un lio: tendré que dejar los estudios, olvidarme de mis amigas, que sé yo… Además, mi viejo me dijo: «si sos tan mujer como para tener un hijo a los dieciocho años, también lo serás para buscarte la vida fuera de mi casa», o sea que me tira a la calle.
―Sí, por supuesto, fácil no va a ser, pero si el bebé vino: vino. Con un poco de sacrificio vamos a salir adelante, no te preocupés. Lo importante es que nos queremos, ¿no? Bueno, ya estás sentada, ahora agarrate bien.
―Sí, yo me agarro, pero vos dame la mano y no me sueltes.
―No, no te suelto, me quedo a tu lado. Y ahora no mires para afuera. Tenés que fijar la vista en la cabeza del caballito y dejarte llevar. Si mirás para afuera seguro que te mareás.
―De acuerdo, pero no me dejes sola ¡No te vayas de aquí, eh! ¡Mirá que esta silla es muy pequeña y me puedo resbalar!
―Que no me voy, nena, quedate tranquila. Vos preocupate, solo, por mantenerte sentada. ¡Ojo!, esto ya se mueve.
―¡ Si, me encanta, Ernesto; me encanta la calesita…!
―De acuerdo, nena, pero no te sueltes.
―No, no me suelto ¡Hace años que no me monto en uno de estos! Te aseguro que me vuelve loca. ¿A vos no?
―Si, a mi también, pero no me mires.
―De acuerdo, y vos dejá de moverte.
―No, yo no me muevo, tranquila.
―Como que no, si te estoy viendo, te estás balanceando de un lado para otro, quedate quieto en un sitio donde pueda verte bien.
―¡Callate y tené cuidado que esto va cada vez más rápido! ¿Estás bien?
―Siii, muy bien. Parece una coctelera.
―¿Te gusta?
―Siii, pero no te balancees.
―Y no lo hago, nena, ¿no ves que estoy quieto? Sos vos la que te estás moviendo. ¡No hagas eso que te vas a marear!
―¡Va a ser por tu culpa, te dije que te quedaras quieto!
―Estoy quieto, nena. Es la calesita la que se mueve, el caballito se mueve… sube, baja, sube, baja… Todo se mueve.
―No hables así, Ernesto: me ponés más nerviosa de lo que estoy.
―De acuerdo, me callo.
―¡No te agaches, Ernesto! ¡No lo hagas! ¡Me vas a hacer caer! ¡¡No me sueltes!!
―¡No me agacho!, ¡es el caballito el que sube!, pero vos agarrate fuerte y dejate llevar. ¡Haceme caso!, si te me venís encima nos vamos a matar los dos!
―¡¡No puedo, Ernesto!!
―¡¡Sí, agarrate bien!!, ¡¡tenés que poder!!
—¡¡Me resbalo, Ernesto!! ¡¡Sosteneme!!
—¡¡¿Cómo que te sostenga?!!
—¡¡Sí, sosteneme vos, Ernesto, me voy a soltar!!
—¡¡No, no te sueltes!! ¡¡Hacelo por el bebé!!
―¡¡A la mierda el bebé…!! ¡¡Me caigoooooooooo!!
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