Esporádicos soplos de aire fresco me agitan suavemente el cabello sobre el rostro. La ciudad se extiende a mis pies y yo no soy más que un espectro, un fantasma silencioso que observa atento, desde su refugio de hierro, todo cuanto sucede alrededor. Familias y amigos caminan despreocupados por los bellos jardines e intento distinguir a los ciudadanos de los turistas. En realidad, es una tarea muy sencilla. Los primeros apenas se detienen a mirar aquello que para los segundos es un auténtico espectáculo. Mantienen conversaciones animadas con sus conocidos, ríen y gesticulan con las manos mientras prosiguen su camino sin pausa; algunos incluso miran nerviosos el reloj y apresuran el paso temerosos de llegar tarde a la cita prevista en algún lugar que solo ellos conocen.

Los turistas son distintos. Se detienen durante un periodo prolongado y observan fascinados el paisaje, ya que para ellos es algo mágico, algo nuevo y desconocido que despierta su interés. Sacan las cámaras y los teléfonos móviles para tomar cientos de fotografías, desde todos los ángulos y perspectivas posibles. Pobres ilusos. Todavía no han comprendido que la esencia de una ciudad como París no puede captarse en una simple máquina. Cuando lleguen a sus hogares, lejos de este lugar, descubrirán que sus fotos no son más que instantáneas vacías. «Yo no lo recuerdo así» susurrarán para sí mismos, y tendrán razón porque el mundo solo se comprende a través de sus sonidos, olores y sensaciones. Una foto no es más que un trozo de papel, una vaga e insignificante evocación de aquello vivido con gran intensidad.

Una brisa caprichosa transporta sonidos procedentes de la calle y de entre ellos distingo las notas musicales del tiovivo y una risa sincera y contagiosa, casi oculta por el resto de ruidos. En ese momento percibo algo que consigue captar mi atención, que destaca entre todo lo demás y parece brillar con luz propia. Desde aquí solo logro apreciar dos figuras, una de ellas ataviada con un ostentoso vestido blanco y la otra trajeada de negro. Una pareja de novios sentados en un caballo del tiovivo.

A pesar de que no puedo ver sus rostros, sé que ella está radiante de felicidad y que él la mantiene sujeta de la cintura, mientras le susurra secretos al oído, pequeñas confidencias que refuerzan el vínculo que los une. Los caballos giran con una majestuosidad envidiable, elegantes corceles que hoy conforman una comitiva especial. Son parte de un sueño. Una ilusión. Un recuerdo.

Ahora observo los barcos que pasean perezosos y monótonos por el río Sena. Los rayos del Sol juegan con el agua y la hacen brillar aquí y allá como miles de estrellas caídas del cielo, que más tarde volverán a subir para iluminar el firmamento nocturno. Detrás se extiende una amplia zona verde, separada por la fuente en la que se refleja la propia torre Eiffel. Una simple sombra, una vaga imagen de la solemnidad del monumento. Estoy convencido de que así es como los seres humanos se ven al contemplarse en un espejo. Deformados y carentes de todo aquello que les hace únicos y especiales. Se dejan engañar por espejos tramposos, aguas pícaras que intentan camuflar su verdadera identidad; del mismo modo que el agua de la fuente modifica la belleza de la torre Eiffel.

Al fondo algunas parejas de amigos, matrimonios y amantes bailan al ritmo de unos compases de tango. No puedo verlos con claridad pero es un pequeño acontecimiento que tiene lugar todas las tardes en París. Siempre a la misma hora. Los pies se mueven seguros y firmes al compás, y el ambiente se llena de miradas cómplices. En la mayoría de las ocasiones los rostros se dirigen a las parejas de baile correspondientes, pero en otras surgen miradas espontáneas, traviesas hacia el componente de otro dúo. Miradas fugaces que apenas duran unos breves instantes temerosas de ser vistas por ojos demasiado veloces. Amor. Deseo. Traición.

Esto es París, con su gente, su música y sus olores. Olor a chocolate a causa de la crêperie que está junto al tiovivo, olor a césped recién cortado y olor a viajes fascinantes, a sueños cumplidos y a añoranza. Algunos vienen para marcharse al cabo de un tiempo, mientras que otros prefieren quedarse para siempre. Yo los observó a todos desde lo alto de la torre, esta torre que a nadie deja indiferente. En el fondo no es más que un espejismo, un fantasma que como yo ha visto muchas cosas. Es el alma de la ciudad de París.

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