La calle es una cuchara, porque tiene esa forma y porque con ella me tomo la sopa tibia que es el recuerdo.

Cuando tenía siete años y por esos azares del destino me tocó vivir en la casa número catorce de una de las calles del Barrio Agua Clara, al norte de

esa ciudad sin norte. Mi calle tenía unas veinte casas por lado, más o menos del mismo tamaño, pero todas de diferente color. Habían empezado iguales pero con el tiempo se fueron contagiando de la personalidad de sus respectivos habitantes. Todos ahí éramos de aquella clase media naciente en los años ochenta. No nos faltaba nada pero tampoco nos sobraba.

Cada una de las casas era un pequeño microcosmos donde se reproducía lo mejor y lo peor de cada familia y por tanto de una sociedad que hoy ha cambiado mucho. Es indudable que mi calle era especial, pero cuando la describo sin duda alguna, tú vas a recordar a tu calle, casi como si estuviera describiéndola y pensarás, vaya, vaya.

Me imagino por ejemplo que cada calle del universo tendrá los mismos personajes con ligeros matices propios. Así, estará por ahí saliendo a comprar el pan la vecina sexy, el adolescente problemático que todos creen está en algo malo, la que siempre está embarazada, el vecino al que solo se ve salir muy temprano y llegar muy de noche, la familia que hace fiesta por todo, el que se pasa arreglando el carro todos los domingos y en la casa frente a la mía, Wilma.

Wilma es una niña tan espectacular que hizo que me olvide de mis juguetes y que piense en ella de maneras que ni yo mismo entiendo. Es decir, ¿cómo se puede tener un pelo tan bello y liso?, o, ¿una sonrisa perfecta con dientes que desafían la perfección simétrica que a esa edad es tan rara?. Wilma de vez en cuando me mira y para mi eso es suficiente, no pido más. No me importa que mi mamá me haya castigado por quedarme jugando fútbol más tiempo del que me dio.

Durante las vacaciones todos los niños y niñas de mi calle salimos a sentarnos en la vereda. Somos unos siete constantes y otros que a veces salen y otras no. Parece que tenemos una mente comunitaria porque a las nueve de la mañana empezamos a asomarnos como esos ratones que salen del hueco. Con gorras medio chuecas en las cabezas grandes, pantalones gastados que nos quedan más arriba del tobillo, alguna golosina en la mano que sin duda compartiremos con todos, o un juguete que será examinado por manos y ojos ansiosos. Casi sin convenciones sociales ni posturas.

Nos sentaremos ahí en la vereda hasta que alguien diga a viva voz levantándose intempestivamente, -¡partido!- y patee la pelota hasta el cielo o alguien que sospeche que el ánimo infantil está decayendo diga -¡cargamontón!-, e inmediatamente se lance sobre ti, seguido del cuerpo de todos los demás que ríen salvajes.

Cada día es igual y cada día es diferente. Nuestra rutina solamente es interrumpida por las voces de nuestras madres, abuelas o cuidadoras de turno que a vivo pulmón dicen, (tipo 12:45), -¡ a comeeer !-. Es gracioso pensar que bastaba el llamado de una única madre para que todos nos levantemos automáticamente y nos vayamos a comer.

Por la tarde, luego de ver un poco televisión, porque mamá decía que hay que hacer la digestión, hay que descansar luego de comer y otras cosas, salíamos de nuevo. Esta vez la cosa se ponía filosófica puesto que sentados en la vereda y mientras tomábamos una pequeña rama o una piedra, una hormiga o una hoja, teníamos las discusiones más profundas de la historia. -¿Viste ese sapo aplastado frente a la casa del gordo?-. Todos nos levantábamos para ir a verlo y regresar a comentar cosas igual o más epistemológicas.

Entonces y si la suerte estaba de mi lado, Wilma nos hacía el honor de salir a sentarse con nosotros. Y nadie se deseaba cuenta de su hermosura, sólo yo que callado la miraba con más miedo que otra cosa. Y quería que esa tarde sea eterna y que esa calle esté siempre ahí. Pero eso no podía suceder. Los mejores amigos que conocí ahí, en mi calle se fueron levantando y se perdieron en el tiempo. Como Paúl que se fue a vivir a otro país y ni yo ni nadie supo nunca nada de él. Carlos, que murió a los veinte y un años en un tonto accidente de tránsito. Rafa que siendo adolescente se embarazó y ya va por su cuarto hijo. Todos crecimos, todos cambiamos, todos seguimos. Hasta Wilma que nunca se animó a decirme que sí y se fue a vivir a otro lado. Tuve que agarrar su recuerdo y el recuerdo de otras mujeres que luego conocí para fabricarme una mujer ideal que hoy es mi esposa.

Llega la tarde y nos silban para entrar, seguro que tendremos que esperar a la tercera o cuarta llamada, cuando el silbido sea de un tono diferente, así somos los niños, sordos, necios, anárquicos, libres. Me cuesta irme de esa calle de la que me fui hace más de treinta años. Hoy mientras escribo estas palabras me di cuenta de algo que quizá siempre supe, esa calle nunca se va a ir de mi memoria.

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