Iba con los ojos adheridos a la cinta de argamasa gris, sin advertir que, en las curvas cerradas, era él, maniobrado por la celeridad. Descubrió indiferente que la noche es parte de la madrugada. Hacía tiempo que quería hacer ese viaje. Dejar todo, aventarse a algún lugar olvidado del mundo, a “un verde corazón de manzana” como solía llamar Vera a los valles
La había conocido en una situación poco clara. Ella solía contarle que podía predecir los sucesos, que era su don natural. El jamás le creyó, por eso decidió no volver a verla, odiaba los seres agoreros.
Mientras manejaba y para aturdir a su memoria prendió la radio del auto, pero esta sólo emitía un chirrido infernal, la apagó, el ruido del motor era mejor compañero, golpeó el marcador del combustible, la aguja se inclinaba hacia la izquierda presagiando un amargo momento, no le agradaba la idea de quedarse en el camino con tantas cosas raras que pasan
La ruta lo iba atrapando en su nebulosa, la noche le pasaba la posta de sombras, Vera solía decir que a los árboles que custodiaban el camino los llamaban “aquelarre”. Sacudió la cabeza, esbozó una mueca e hizo un chasquido con la lengua y…apretó un poco más el pie sobre el acelerador.
Después de largo tiempo descubrió que hacia horas no veía carteles de señalización, ni mojones anunciándole los kilómetros y que la línea demarcatoria en las curvas de la ruta se había esfumado misteriosamente. Sentía que otra oscuridad le estaba ganando el camino.
Una lomada lo frenó de golpe sacándole el volante de las manos, deteniéndolo a un costado del camino; figuras de cenizas salidas de no sabe dónde se le fueron acercando, un temor lo invadió. Esforzó sus pupilas para distinguirlas y reconocer en ellas algo de humanidad, Vera le había contado la experiencia que tuviera en su niñez, cuando descubriera su habilidad premonitoria. Tonterías se dijo mientras respiraba profundamente para aliviar la presión que sentía sobre sus caderas.
Un tremendo aroma a flores de paraíso lo cubrió por un instante. Podía percibir a su alrededor un paisaje extraño, desconocido. Mientras pensaba una salida para tal situación y mirando de reojo le pareció divisar un sendero de piedras parecido a un falso vitreau, Vera tenía fotos de el sobre la cómoda. Nunca le importó a él las idioteces que ella le narraba sobre un universo paralelo.
Buscó con la mirada casi desorbitada un cartel y al divisarlo milagrosamente junto al coche respiró aliviado, al leerlo la lengua se le pego al paladar, tenía escrito…”Aquelarre”.
Hurgó el fondo de su mente y por orden recitó el vocabulario…-aquea, aquejar, aquél, aquella, aquello, aquelarre: -conciliábulo de brujos-.
Intentó girar el cuerpo, pero no pudo. Las palabras se le agolpaban obstruyendo su garganta y una frialdad le sujetaba la cabeza, recordó la frase “bienvenido al mundo de los vivos” con que Vera solía saludarlo burlonamente cada vez que él pasaba, ignorándola, junto a la mesa de lectura de la biblioteca universitaria.
Un silencio interno le fue desanudando las arterias, no sabía si era el cielo o los ojos de Vera lo que se iba alejando lentamente.
Fue donándose plácidamente a la sibila piadosa que iba adhiriendo jirones de luz a su conciencia, mientras eran arrancadas las hojas de su progenie.
Piadosamente, Vera, con el ángelus del alba, depositó un ósculo sobre su faz.
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