Su caída no fue un accidente.
La fuerza con la que llegó al concreto, tenía la intensidad de un proyectil. Aquella mano que lo sostuvo con vehemencia durante su lectura, ahora lo desechaba de la manera más corriente y despiadada. Ni siquiera pudo darle la acostumbrada forma redondeada, sino que fue compactado a medias, con una sola mano y arrojado de prisa a merced del viento, con dejos de frustración.
Esa mañana, luego de deambular de un lado a otro por los ladrillos del boulevard, por fin se detuvo en el filo de la acera: arrugado, sucio, extraviado, sin identidad. Pensé que se lanzaría a la calle y sería arrollado por las ruedas de algún vehículo o sucumbiría bajo el zapato de un ansioso transeúnte al cruzar.
Sin embargo, como para burlar aquella predicción fatal, en lugar de los acostumbrados atropellos equinos que se observan frecuentemente al cambiar la luz del semáforo, aparecieron una mutación de peatones que caminaban plácidamente por el pavimento como garzas vadeando sobre hojas en el río.
En medio de esa surrealista escena, el puntapié de una zapatilla desgastada, acercó a nuestro protagonista nuevamente a mí. Y aunque, por la trayectoria del movimiento, momentáneamente perdí de vista su paradero, pude visualizar aquel arrugado papel manuscrito, que yacía moribundo en el surco de una de mis grietas.
Fue entonces, cuando contuve la respiración para que nada me interrumpiera en el minucioso oficio de escuchar el sonido que emanaba de su interior: un ligero susurro dejó escapar la frase final de una epístola lapidaria:
“ ya no te espero»
Ahora todo estaba claro para mí. A pesar de la historia que, seguramente, originó la escritura de esta línea, quién podría querer preservar en el tiempo un papel cuyo contenido ponía fin a una espera, quién podría querer atesorar entre sus documentos un recordatorio de aquella negativa inminente, quién podría querer leer más de una vez aquella áspera despedida.
Entonces, como madre que vislumbra una amenaza para su cría, observé a lo lejos el movimiento zigzagueante de la escoba, que venía barriendo los papeles y desechos que pernoctaron en mi superficie de la noche anterior. Y aunque sentirse limpia siempre es agradable, hoy particularmente no me hubiera molestado seguir dando posada a la victima de este empapelado suceso.
Para no seguir involucrándome emocionalmente, tuve que expresarle mi más sincera recomendación a modo de despedida: «no pongas resistencia a tu destino -le dije- déjate llevar”. Acto seguido, un profundo sollozo se escuchó al ser levantado por aquella pala en pleno boulevard.
Si algo me consuela, es que en la ciudad donde fui construida hay un programa de reciclaje que dará a nuestro amigo una nueva oportunidad de ser transformado nuevamente en papel bond y tal vez, en su próxima vida, tenga mejor destino como soporte material de la escritura.
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