Él caminaba bajo un sol abrasante de febrero buscando un sitio de hospedaje en Valledupar. Provenía de un pueblo ilusorio, fantasmal. Donde la brisa levantaba polvaredas enceguecedoras y los burros andaban a la bartola, dueños de su voluntad. Llevaba una catadura vulcanizada por el esplendor de la luz solar y un aire de ensimismamiento que no era otra cosa que la vergüenza de tener que soportar su investidura de advenedizo.

En medio de la faena se asomó, como un milagro, una casa con un letrero hecho a la ligera que anunciaba de forma precisa: – habitación libre -. Insuflado por el peso insostenible del destino, que se avecinaba hasta por las dimensiones más estrechas de la vida, decidió indagar en aquel lugar.

Entonces, en medio del sofoco de las tres de la tarde, apareció ella. Emergió del interior de la casa tragándose en bocanadas de ilusión los ojos perdidos de él. Esbelta y austera en su vestir, atendió a los llamados del caprichoso porvenir y se presentó al encuentro del momento justo en que dos corazones, sin saberlo, detienen el tiempo, lo controlan a su favor y van trazando, en complicidad con el futuro inexistente, el mapa de las coincidencias para llegar al sublime e inapelable tesoro, que por supuesto, es el amor.

Su tosquedad pueril y su condición de ausente, no le permitieron sobreponerse al hechizo de su belleza. Sin embargo, ella, en aquellas atiborradas calles de un barrio que parecía estarse consumiendo en el calor infrahumano y la soledad silenciosa, con su encanto peculiar, su atención delicada y su forma de apaciguar con su presencia el infierno despiadado de Valledupar, logró devolverle el hálito de existencia y calmar la rebatiña de sensaciones desaforadas que convergían sin tregua en cada rincón del cuerpo de él. Entendieron de inmediato que era el instante más incómodo de sus vidas.

Ella lo invitó a pasar para evitar prolongar el desagrado del amor a primera vista con la excusa infalible de mostrarle la habitación, pero él se rehusó, agobiado por el descubrimiento de un mundo nuevo en las vísceras de su alma y se marchó en desbandada como quién ha visto un espanto. No se volvieron a ver. Aquel zarpazo conveniente de la casualidad fue tan premeditado por los hilos inciertos de la vida que no mereció extenderse innecesariamente.

Ellos no concibieron que habían abierto un portal que los llevaría, con la cadencia de los días, a seguirse encontrando en los alborotos desprevenidos de la imaginación, en el ocio de los pensamientos, en la llamarada apocalíptica de las tres de la tarde, en el rastro invisible de beldad que ella desparramaba por donde pisaba y que solo Dios podía detectar; en el hermetismo lírico de las noches insomnes que él pasaba para evitar las pesadillas de encontrarse sin ella; en la imagen mental del barrio chamuscándose en el fogón del trópico; en todas partes, menos, en la vida real.

Siempre se quisieron con una complicidad solitaria y no se preocuparon jamás por aliviar la zozobra de la curiosidad. Se aceptaron como extraños en un pacto de amor tácito que trascendía los límites de la comunicación y nunca sucumbieron al desastre de la primera cita. Habían inventado entonces, una forma innovadora de amarse, donde cualquier acercamiento, aún si éste fuera inadvertido, podía degenerar la pasión por tantos años nutrida de las penumbras del aislamiento. Tal vez, el propósito enmascarado de aquella ocasión, no era otro que darle comienzo a una historia que se venía fraguando en la vida de ellos desde tiempos inmemoriales y que por suerte, estaba preparada para durar una eternidad. Pues, por tratarse de él y de ella, su amor fue inmune a la muerte, y en el más allá, así como en la tierra, lograron divagar evitando el calvario de la compañía.

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