En un lugar lleno de puestos de verduras, de carnes, de calzones, de aguas, de remedios mágicos para todo tipo de males, de gente y de bulla, el sol alumbra la mollera de todos los visitantes del centro citadino. Es el lugar de todo aquél que se atreva afanar con unos centavos y se les afanen por otros más, y conseguir lo que sea que sea útil. Quien sea esa persona, ahí va estar, en el centro.

Para hacer más singular el asunto, por ahí trabajo yo. Soy mesero ante la falta de trabajo para sociólogos. Aunque mi mirada siempre será la de mi profesión universitaria.

También es importante señalar que éste no es el «centro» de plazas comerciales y tampoco de lugares donde el aparentar ser ostentoso, se vuelve la única ley para toda persona que busca presentarse ante la pobre y local elite tuxtleca; en donde sus mediocres y endeudadas compras se volverán, en poco tiempo, un déficit considerable en sus ingresos.

No, ese centro no. Yo hablo del centro, del mero centro.

Cánticos, apuestas por vender, invitaciones decorosas; la gente hace el bullicio para llamar al cliente, seducirlo y volverlo uno más del centro.

Con todo y el ruido escandaloso que hace llamar la atención, o las ganas de huir de ahí, hay que ser sinceros, todo se logra escuchar conforme se acercan los pasos y los oídos a los diversos puestos que acompañan a la calle: “¡Pásele güerita, aquí está el remedio para amarrar a su esposo!”, grita entusiasta el vendedor de ropa interior. «Aquí están los taquitos, amigo, mi reina. Están buenísimos»; «¡Orale pendejo!, no tires el pan que te lo descuento de tu paga, cabrón»; «Sos pendejo ¿no? Por poco me chocas el carro». Y así, todos anuncian sus mercancías al público o, porqué no, sus cotidianos problemas.

El centro es tan dramático, tan singular y tan prohijar, que sabe adoptar en diferentes zonas a artistas que vagan por doquier; deambulan por las venas del cuerpo estático que alegran las arterias sofocadas de gente. Con todo tipo de cualidades y enigmas, de propuestas musicales, teatrales, bufonadas, religiosas, poéticas, pintorescas y demás, todos nos volvemos, queramos o no, en un emblema del ambiente ridículo y maravilloso del corazón tuxtleco.

Pero a pesar del revoltoso licuado, de un lugar que siempre está igual, en el desorden, una mollera resalta entre la multitud: con un caminar particular y un antojo por todo; un can de al menos dos años de edad brinca entre puesto y puesto, zigzagueando entre el océano de basura, de piernas y de uñas. Él habla con la lengua de fuera y le ladra al sol como si éste le reconociera entre el ruido y la muchedumbre.

Siendo medio día, el perro se recuesta a su antojo donde quiera, evitando cualquier pisotón de aquellos visitantes. Nosotros debemos entender que quien orina ahí primero, tiene derecho a reclamar su hogar, y mejor aún, de hacer lo que le plazca donde y cuando quiera.

Él espía, curiosea, arrima su hocico por cualquier trasero.

La calle y el sol, fieles al horario de este can, escoltan la travesía día tras día como si no hubiera otro día para hacerlo a la perfección. Brilla la estrella y brilla más aún la resolana sobre el suelo, quien quema el pelaje gris del terruñero animal.

Pasan las horas de calor y el suelo se vuelve delicioso para echar el cuerpo bajo la sombra de algún árbol o sobre aquél charco de agua que acumula frescura. Sé que varios le envidiamos al muchacho.

Para entender aún más el sendentarismo canino; toda la comida en el piso se vuelve gratis para él, al menos hasta que pase el camión de la basura; un poco contaminada sí, pero la panza se acostumbra.

Conoce a medio mundo, y el mundo entero lo conoce a él. Es demasiado popular como para ignorarlo y no sentir cierta simpatía hacia aquél ente andante que escucha lo mismo, que ladra lo mismo, que vive y sueña con lo mismo. Así es él.

Ya en la madrugada, cuando el peligro acecha y el frío asoma, él desaparece. Nadie se adjunta la misión de darle morada para descansar y tampoco él confiesa preferencias por algún mengano. Él solo se deja tragar por la oscuridad.

Tampoco nadie sabe cómo se lleve con la luna. Todos sabemos que no es lo mismo tener amigos que amigas; el trato y la compañía es distinta.

Pero al otro día, ya con los tres, así como queriendo la cosa, ya listos, se esperan los amigos para poder conciliar su paseo habitual. Como lo planearon desde que se conocieron, desde que se ofrecen calor y refugio entre los tres. Así, desinteresado.

Y uno se pregunta: «bueno, ¿será que siempre va ser así? ¿será que jamás se van a pelear? ¿nadie, nunca, habrá faltado a algún encuentro? ¿la calle le deja caminar en cualquiera de sus extremidades? ¿el can no se cansará de los rayos del sol? ¿el sol no se cansará de secarle la orina al perro? ¿será que siempre se miran a los ojos el sol y la calle? ¿podrán siempre estar juntos?» Quizás sí, yo confío en su amistad. No creo que se separen por riñas.

Pero al menos, esto creo yo, la empresa cambiará hasta que uno de los tres desfallezca, hasta que algún cuerpo ya no siga el ritmo, el ritmo de la rutina. Y termine por agrietar, dolorosamente, la compañía de los restantes.

Hay gente que me cuenta por ahí, que el sol y la calle llevan la delantera en edad, en vivencias, y que siempre hallan la manera de encontrar nuevos amigos que acompañen la travesía.

Me reconforta saberlo. Ojalá que sea cierto.

El lugar de donde me inspiré

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