Al igual que en mi alma, comenzaba la tarde en el reloj. Eran quizá las 16:00 horas menos diez. Me llevaba la inercia de la rutina a uno de los sitios de mayor folclor de cualquier asentamiento humano. Me refiero al mercado o plazas como muchos le llaman. La variedad y esplendor de aromas y colores que reúnen esos lugares son en verdad estimulantes. El tiempo y el andar cambian dentro de esos pasillos que construyen el laberíntico recorrido que en él se encuentran. Pude apreciar flores muriendo en manos de compradores compulsivos que desprendían un aroma fúnebre y majestuoso. Siempre he pensando que las flores existen para vivir abrazadas por siempre en su amor eterno con la tierra, quien le ha dado vida y provee de todo cuánto puede. En fin, la crónica sobre romances invisibles continuará quizá en una nueva ocasión. Me dirigía entonces a comer algo que pudiera calmar mi hambre, la cual, vale la pena resaltar me traía azorado desde horas atrás, y mientras me dirigía como un desesperado buscando saciar la apetencia, me topé de pronto con una imagen que me hizo tener una retrospectiva fuerte y dolorosa. Yacía por un costado en uno de los pasillos, un hombre sentado en un banco pequeño y sucio. Él, estaba encorvado, deteniendo con su débil mano derecha, envuelto en un trapo, un tosco trozo de hielo. Al lado de él, un joven de aspecto «dandi» lo auxiliaba a medias y con una inocultable apatía. Todos los que pasábamos cerca, nos invadía de pronto en nuestro rostro, un semblante de dolor, temor y asombro. Mirar aquella imagen entre la surrealista belleza que el mercado destella, era un choque frontal contra la paz interior. El hombre, que en ese momento yacía en aquel banco de madera, posaba como un modelo que homenajeaba a la tristeza y tragedia. En su rostro aparecía una marca ensangrentada como una luna menguante cerca de su ojo derecho. Borbotones de líquido fluían dándole un aspecto de mártir, censurando la forma de poder mantener la mirada directa hacia él más de tres segundos. Bajo la imagen roja que cubría su cara, dejaba esta persona ver un dejo de tristeza, justo en el ojo que estaba a punto de desprendérsele. Su boca arremolinaba dolor, mas no dolor físico, sino más bien, el de una profunda soledad. Puedo casi jurar que él pensaba en ese instante en algún ser amado que siempre estuvo allí para ayudarle cuando alguna desgracia o vicisitud lo alcanzaba; tal vez su madre, alguna hermana o quizá algún buen amigo o samaritano. A veces nos pasa que en los momentos de mayor amargura y vulnerabilidad, evocamos a los seres que más nos amaron y que muchas veces no supimos valorar.

Entre una horda de expresiones de espanto, de desagrado, de compasión fugaz que emanaban de los transeúntes, hubo quienes llamaban por móvil a instituciones de atención de accidentes; ¡Una ambulancia!, ¡Que venga la policía!, ¡ Pobrecito, socórranlo! eran las voces que desprendía la escena trágica.

Asumo que fui un cobarde. No pude detenerme. Mi mente se llenó de recuerdos que desde hace mucho he intentando enterrar. Una infancia y algunas cicatrices en mi cuerpo reavivaron el fuego. Me sentí inmóvil, incapaz de hacer algo, porque en ese hombre herido y desolado, vi quizá mi propio reflejo, la imagen símil de mis primeros años.

NESTOR FABRICIO GUTIERREZ REYES

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