A Carlos González le gustaba el gimnasio de don Arévalo. Le gustaba porque se reconocía entre sus paredes descascaradas por el paso del tiempo, y por las goteras que se filtraban cuando la lluvia arreciaba sobre el postergado pueblo de Los Nobles, cayendo con la cadencia de un metrónomo sobre el cuadrilátero mientras él saltaba la soga. Le gustaba por el olor a jazmines que se filtraba desde el patio de doña Emilia, casi que batiéndose a duelo contra el tufo que quedaba después de los entrenamientos. Pero sobre todo le gustaba porque don Arévalo le había dado la oportunidad de ganarse un futuro como instructor de boxeo para adolescentes, y eso no estaba nada mal para alguien a quién el éxito le había sido esquivo y que estaba rozando los cuarenta años. Tan evasivo y caprichoso había sido el éxito en su vida que no pudo más que sorprenderse cuando, llegando a su casa, Marta salió corriendo a su encuentro envuelta en la bruma de la noche, despertando el ladrido de todos los perros de la cuadra y el rezongo de los viejos mientras agitaba un sobre en el aire.

—¡Carlos, Carlos, es para vos!

—¿Para mí? ¿Y de quien es, te fijaste?

Una emoción contenida por años enjuagaba los ojos de Marta, que se sobreponía al frío dando pequeños saltos sobre una calle de barro que no sabía de progresos.

—Es de la Federación. ¡Te vas a pelear a Buenos Aires!

El sólo hecho de pensar que pisaría el ring del Luna Park para pelear contra el campeón argentino lo hacia bañarse en sudor. Esa noche le hizo el amor a su mujer como nunca, y se desveló haciendo planes ilusorios, respondiendo entrevistas imaginarias y levantando un ficticio cinturón de campeón mundial.

—Parece verdadera, che. ¿Qué vas a hacer, vas a ir? —le dijo don Arévalo a Carlos, mientras inspeccionaba la carta a trasluz, verificando hologramas y sellos.

—Y si, Arévalo. Son cincuenta mil pesos, ¿cómo no voy a ir?

Arévalo sostenía la bolsa de boxeo para que Carlos “el azote de Los Nobles” González la castigue con todas sus fuerzas.

—El campeón es un guacho, Carlos. Te va a bailar de lo lindo el pendejo.

—Ya me cagaron a piñas de todos lados, viejo. Aparte es el campeón, si me caga a piñas, me caga a piñas. Pero me vuelvo con cincuenta mil en el bolsillo.

Arévalo soltó la bolsa, encendió una pequeña garrafa y puso la pava a calentar. Necesitaba un poco de calor para contrarrestar el frío húmedo que le horadaba los huesos.

—Pero acá tenés la escuela, ¿qué necesidad tenés de ir a que te arruine un porteño? Te das cuenta, están buscando un paquete, un cuatro de copas para…

El azote” estremeció los cimientos del gimnasio con un golpe que por poco hace caer bolsa con viga y todo.

—¡Arévalo, andáte un poco al carajo! Yo no soy ningún cuatro de copas. Le voy a reventar la jeta al porteño, ¿entendiste?

—Si, como vos digas Carlos. ¿Pero…le preguntaste a la Emilia? ¡A mí me da mala espina esto, che!

La bolsa se detuvo, y una sonrisa asomó en el rostro de Carlos González.

—La Emilia me tiró las cartas esta mañana. Me dijo que veía un viaje y muchas luces. Luces, Arévalo, ¿entendés? Si le gano al guacho me voy a pelear a Las Vegas. Mínimo medio millón de dólares sólo por subir al ring—Carlos se acercó al viejo, se quitó los guantes y le estrechó una mano—es mi último tiro, viejo. Mi última oportunidad de darle algo a mis padres y a Marta. No me dejes tirado en esta.

Desde el hotel en la avenida Corrientes se podían ver los carteles del Luna Park. Carlos se sacó una foto en el lobby y se la envió a Marta con una pequeña dedicatoria: «hoy cuatro de copas, ¿mañana campeón?».

Cuando “el azote” subió al ring, sabía que tenía todo en contra: público, apuestas, jueces y, como si fuera poco, la edad. Su rival, “el rengo” Maidana, tenía un físico privilegiado que imponía respeto. Encima era bocón: le gustaba poner incómodos a sus rivales a fuerza de palabras hirientes y recordatorios sobre madres, primas y hermanas. Carlos quería enterrarle los dientes hasta la garganta. La campana sonó, y luego del golpe de guantes inicial, “el rengo” lo miró a los ojos balbuceando palabras a través del protector bucal.

—Hasta acá llegaste, viejo pelotudo. Andá agarrando un bastón.

El azote” bajo la vista. Mirándole los pies a su contrincante, notó que tenía un leve desvío en el pie izquierdo.

—¡Pero pisá bien, rengo puto! ¡Vas a gastar las zapatillas, vas a gastar!

El rengo” se distrajo y miró hacia abajo como si fuera un aprendiz. González no dudó, y aprovechó para meterle un derechazo en la mandíbula que lo dejó desparramado en el ring. Primero fue un silencio sepulcral. «La calma que precede a la tormenta, acá nos fajan a todos», pensó Arévalo. Luego, los murmullos, algunos aplausos, las caras largas de los jueces. “El azote”, contra todo pronóstico, levantó el cinturón en plena Capital.

—Andá para el hotel, Arévalo. Llamo a Marta y te alcanzo.

—¡Nos vamos para Las Vegas, Carlitos! ¡Que Marta prepare las valijas también! — Arévalo se alejó caminando, con el pecho inflado de felicidad. Cuando Carlos giró en la dirección contraria, un hombre vestido con traje negro y sombrero le cortó el paso.

—¿Así que vos sos el gil que cagó las apuestas? ¡Saludos a Ringo!

Ni siquiera hubo tiempo para sorpresas o lamentos. Tampoco pasó su vida frente a sus ojos como relatan los turistas astrales. La cara desencajada del hombre. El fogonazo en la boca de la pistola. La mirada perdida de Carlos buscando una mano amiga, el pecho coronado de sangre. Y las luces. Las luces de la avenida Corrientes que se imprimieron en las retinas del púgil caído, hasta que la agonía lo noqueó arrebatándole el título.

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