Abrí los ojos aquel miércoles de Junio sintiendo que me calentaba la acolchada cobija azul de mi cama doble. Tardé sólo un segundo en darme cuenta que estaba en una pequeña cama de madera maciza y que me cubrían un par de cobijas de lana delgadas y roídas, que hacían evidente que otros las habían usado antes. Un leve olor a humedad penetraba mi nariz mientras me levantaba antes que mis dos compañeras de habitación para evitar que ocuparan el único baño del lugar y los pocos fogones de la cocina.
Estaba ansiosa y curiosa por lo que sería ese primer día en el que cambiaría el maquillaje, los tacones y mis vestidos de oficina por zapatos de trabajo y pantalones viejos. Ese día mis ojos no se perderían en un computador sino en las suaves y onduladas colinas de la Toscana cubiertas de viñedos y cipreses. Ese día cambiaría las agendas por palas y horquillas. Ese, el primer día en que ayudaría caballos, unas criaturas perceptivas, inteligentes, sabias, testarudas y amorosas, a los que algunos inconscientes habían sido capaces de maltratar.
Después del desayuno me adelanté hacia el establo con Annetta, quien también era voluntaria. No conversamos mucho pues no hablábamos el mismo idioma pero sus ojos verdes proyectaban una energía que me hacía confiar en ella. Más adelante Annetta se convertiría en mi maestra del campo y encontraríamos la manera de comunicarnos para que me contara sus aventuras de amor y desamor. Bianca, la voluntaria más antigua, nos alcanzó más tarde y con su habitual ceño fruncido nos ordenó lo que debíamos hacer.
Limpiamos el establo, lo cual incluía recoger todo el estiércol y llevarlo al lugar del compostaje. Una tarea nada fácil y poco común para una mujer como yo, acostumbrada al pavimento y al caos de la ciudad, cuyo trabajo de campo se había limitado a ir de paseo y rodarse sobre un costal cuesta abajo en una pequeña montaña de la finca de sus padres cuando era una niña.
Luego subimos a la cima de una colina en donde Arturo, Otavia, Madonna, Zia y Carlotta, los caballos más ancianos de la finca, esperaban a que les diéramos su mezcla de cereales y el medicamento enmascarado en una zanahoria. Desde el principio esta fue mi actividad favorita.
El trabajo terminó con la tarea más dura del día, alimentar a los caballos asmáticos. A 30°C y sin un lugar donde cubrirnos del sol, debíamos lavar el heno y quitarle el polvo en una tina gigante con agua. Si no se lavaba bien los caballos podrían sufrir un ataque de asma. Con el hornillo debíamos meter el heno en la tina, quitarle la tierra y pasarlo a las carretillas. Lavada en sudor, con dolor de brazos y en medio de un barrizal que desestabilizaba la carretilla y que me costó varios resbalones, llevé el heno mojado hacia los caballos que esperaban ansiosos, una y otra vez hasta perder la cuenta.
La rutina fue la misma por las siguientes cuatro semanas y las escenas se repetían día a día. Aunque la monotonía comenzaba a agobiarme, nunca me cansé de mis carcajadas cada vez que Arturo, el poni, encontraba la manera de entrar al establo de Carlotta para comerse su comida. Ensayamos todo tipo de nudos, pusimos triple cuerda, cuerdas cruzadas, trancas de madera, pero era como si él estuviera en un juego en el que debía pasar al siguiente nivel. Su mayor virtud no era su pequeño tamaño sino su testarudez.
Todos los días amé mis momentos en silencio con Otavia, una poni escocés, a la que era un placer peinarle su peluda melena. Cada vez que terminaba de comer, Otavia caminaba a paso lento en sentido contrario al de su potrero. Cada paso que daba mostraba el rastro de sus años. Nunca supe si realmente le fallaba su sentido de orientación o si sólo quería convencernos de su demencia senil para dar un corto paseo.
También llegué a acostumbrarme a los gritos desesperados de Bianca cada vez que Odon, un caballo mediano de color caramelo, se volaba para comerse los cereales de los ancianos. Era como lidiar con el chico malo del colegio. Y por supuesto me encariñé con la dulce Calypsa, una potranca inquieta y llena de energía, que respondía a mi llamado como si se tratara de una Golden Retriever.
Poco a poco fui perdiendo el miedo a las muestras de territorialidad de los caballos. Sus orejas completamente hacia atrás y sus dos patas traseras elevándose en señal de amenaza. Ni yo misma hubiera creído que al otro lado del océano acababa de dejar un trabajo de publicidad, ni mucho menos, que antes de llegar a esta finca les tenía pavor a los caballos porque a mis 12 años casi había sido tumbada por una yegua.
Aún me quedaban un par de semanas allí pero yo estaba mentalmente y físicamente agotada. Mover mis manos se hacía más difícil cada mañana por las ampollas y el dolor articular de mis dedos. Estaba llena de rasguños de heno y tenía un dedo roto que apenas me permitía caminar gracias a que Petra, una yegua grosera y terca que se robó mi corazón, me había pisado. Estas eran las cicatrices de una experiencia tan retadora como satisfactoria.
La mañana del viernes a mediados de Julio les avisé a todos que me iría antes de tiempo. Me iba adolorida y enamorada de esa tierra y de los caballos.
Esa tarde, mientras caía el sol recorrí la finca y uno a uno, peinando su crin y acariciando su lomo, les di un suave beso de despedida. “Gracias por traerme hasta acá, vive y corre en libertad. Olvida las heridas del pasado porque lo único que importa es que hoy estás rodeado de amor”, les dije en silencio. En la cima de la montaña, sus colas se movían al ritmo del viento y sus siluetas reflejadas en el fondo lila y naranja del cielo me dijeron adiós.
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