TURISTA

He regresado, ya lo visité, nunca anhelado, siempre desdeñado. Sus habitantes son personas de tres dimensiones, como en cualquier sociedad, país, nación. Algunos lo catalogan el <<imperio>>. No de los sentidos, sino el imperio que no deja de ser paradigma para muchos, incluso para los que lo critican. Sus enemigos, quisieran acabarlo, desaparecerlo. Son los malos de la película hoy. «Los imperios siempre han sido enemigos de la humanidad, paradójicamente, esta, ha permitido en su devenir histórico su formación». Han desaparecido muchos, se agotaron; nuevos emprendedores los reemplazaron: con su gente, con su empuje, con su mensaje <<ahora me toca a mí>>. Pero con la plata baila el mono. La ciudad que no duerme –sino, no hay quien baile–, el corazón del imperio me recibió.

El primer escollo, fue sacar la visa, no tan fácil en estos tiempos. Cuestionario de más de cien preguntas, puede ser una exageración, pero el punto es saber todo sobre ti. Tus relaciones, tus gustos, tus pensamientos, tu devenir político, académico, profesional; finalmente a que te dedicas, que haces por la vida. Lo que has hecho, ellos se encargan de averiguar. Eres una partícula más del ciberespacio, tienen que tener el control. Nadie se les debe escapar, los resquicios que permite el sistema, los audaces lo pueden usar. Aprobado el formulario, pagar para la cita. En la embajada, tu reunión debe demorar el tiempo que tu entrevistador considere conveniente. ¿Usted, es jubilado, va a conocer nuestro país? ¡Voy de turista! <<Bien, espere cinco días, llame a este teléfono para recoger su visa>>. “Hasta luego”. Esta reunión de un minuto, es las más corta que he tenido en mi vida, la bella damisela, no preguntó más.

No creo que haya sido mi sexagenaria edad la que contribuyó al permiso rápido. No, también deben haber analizado mi visita a Pensilvania. Una sobrina, se casaba, envió la invitación, su dirección, la universidad en la que estudiaba pronto a doctorarse y contraer nupcias con un oriundo, que conoció en ese mismo lugar. Parte del plan era pisar New York, inmediatamente ir al matrimonio y regresar para conocer el corazón financiero, con mayor tiempo. En pleno verano -con más de treinta y dos grados- llegue al JFK, donde no se me ocurrió comprar nada, solo me llamó la atención que una botellita de agua costaba en un ambulante -también los hay- cuatro veces menos que en un minimarke. Pero no podía pensar en nada, solo tomar mi taxi que me lleve al paradero del megabus que me trasladaría al matrimonio. No podía perderlo, la hora es la hora.

El matrimonio, emocionante. Experimentar que una sobrina contraiga nupcias en este lugar, con costumbres diferentes, con organización para todo, horarios establecidos; la formalidaden estos casos, deja muy poco a los posibles exabruptos. La hora, es la hora. Los lugares tienen sus restricciones. Como la despedida de novios –un día antes del matrimonio– que se llevó a cabo en una especie de cabañita ubicada en un gran parque de esparcimiento. Programado para el medio día y solo duraba tres horas, después cada uno a su casa –hotel–. Pero había que llegar primero. De mi hotel pedí un taxi por aplicación –no sé como me entendieron, en la recepción, casi nadie hablaba castellano, solo algunas empleadas de limpieza puertorriqueñas– tenia anotado en un papelito la dirección, que se lo entregue a la recepción del hotel y esta al taxista. Todo bien, no era muy lejos. Después de quince minutos, llegamos a un condominio de casas, para el taxista esa era la dirección. No veía ningún parque grande, ni la cabañita. No puede ser el lugar, mas aún no habían carros, no había gente en la calle, no había ambiente de despedida de soltería de novios. No bajé, con el poco ingles sin masticar, trate de hacerle entender al taxista que ese no era el lugar de destino. Y él me quería hacer entender que esa era la dirección del papelito y la que le habían indicado en el hotel –no sé si me dijo que no entendía ni jota lo que le estaba diciendo– y comenzó a levantar los brazos y me miraba a través del espejo retrovisor murmurando no se qué cosas. Para compartir, comencé hacer lo mismo, levantaba los brazos y movía los labios como murmurando, mirando fijamente el espejo retrovisor, era la única forma de comunicarnos. ¿Cómo salir de este embrollo? No podía llamar a nadie, dado que mi celular no lo había activado internacionalmente. Mi acompañante dejó de levantar los brazos, lo mismo hice yo. Un silencio expectante se apoderó de ese pequeño espacio dentro del auto. Cada uno miraba hacia adelante, movíamos los dedos de las manos, buscando una solución fuera de nosotros. Mi primo, estaría esperándome, seguro criticándome porque no llegaba. ¡Mi primo!, claro, tenía el número de mi primo y seguro él tenia activado su celular. Rápidamente busque entre mis bolsillos, saque mi billetera y encontré el papelito donde figuraba el número de su celular. Con ademanes me dirigí al taxista, enseñándole el papelito, no sabía cómo explicarle que llame, solo aparecía el numero y no el nombre de mi primo. Me entendió, llamó y apenas contestó su interlocutor le quité su celular y me comunique con Walter –mi primo–. ¡Compadre, estoy perdido con este taxista que no sabe nada de castellano, es una bestia! –asumí que verdaderamente no sabía nada de mi idioma, sino me estaba metiendo en un lio–, tu sabes hablar bien el ingles, indícale donde están para llegar rápidamente. Le entregué al taxista su celular, habló con mi primo y rápidamente dijo: okey, okey. Ese okey, significó seis cuadras. Estábamos cerca, era sólo pasar ese condominio. Fue el comentario en la reunión, los citadinos arguyeron que el servicio de taxis por aplicación en este sector del país, lo hacían muchas personas que tenían auto y en sus horas libres. Me toco un aprendiz. Por poco se frustra mi visita a la ciudad de los rascacielos.

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