La maleta de Mercedes es todo lo que conservo, con las pegatinas alrededor, de cada uno de sus viajes. Y eran frecuentes, ella recorrió de sur a norte primero la orilla de nuestro país y cuando se le acabó continuó subiendo más allá de la frontera hasta el fin del Continente como paloma solitaria con un mensaje y su destino a cuestas. Realmente disfrutaba conocer lugares nuevos, hermosos o no, porque colectaba pulsos e imágenes para enriquecer su personal aprecio por la vida. Tenía la virtud del caminante, admirar el transcurrir de la vida.

El más visible de los parches era desde luego el de color dorado, brillaba al frente de la valija con sus esquinas romas y la sigla “A” en medio; nunca nos dijo cómo lo consiguió, pero lo atesoraba muy por encima de los otros que contaban también historias fantásticas para amigos absortos y soñadores “es su color lo que me gusta” -decía- pero su tez se sonrojaba al mismo tiempo que sus ojos buscaban en el infinito. Ahora iba nuevamente al encuentro de las gens mundi atravesaría el océano en un barco del tamaño de su sencillez y su osadía. Salió antes del amanecer con su mochila al hombro, iba recorriendo con las palmas los bolsillos de su chaqueta para asegurarse de no olvidar nada importante, la rutina estaba tan hecha que más bien parecía santiguarse lo cual me hizo gracia pues sabía que era una atea irremediable.

Nos encontramos a mitad del arroyo de regreso de mis dos kilómetros matutinos, la carrera era mi modo de borrar la cinta del día anterior para comenzar a grabar la nueva versión. Meche se veía hermosa de mezclilla y botas en defecto de su habitual traje sastre corporativo, maquillaje delicado, uñas impecables no muy largas, boina a veces. La mañana de nuestro último encuentro llevaba en su mirada tantos recuerdos por hacer que no dudé en preguntar por sus expectativas. La respuesta fue inmediata “emoción y maravilla” eso espero, te mandaré fotos.

Aún sin claridad matutina le relevé de su mochila y me la puse en ambos hombros a manera de marsupio para caminar hasta la estación donde abordaría el autobús rumbo a la cálida costa. Mercedes prefería el transporte terrestre al aéreo porque de esa forma no perdía detalle del camino además consideraba al tiempo como el ingrediente más importante en un viaje pues cuando marchas por ahí siempre se lleva limitado, gracias a él el terreno muestra su verdadero tamaño y la distancia entre viajero y lugar de origen permite valorar el auténtico significado de hogar o familia.

Y repentinamente todo cambió para mí y para siempre, entré en una especie de ensoñación.

¡Pero claro hombre que quiero que me acompañes!, lleva mi maleta que ha sido mi gran compañera –te dije- después de todo necesitas guardar el calor de la carrera que a esta hora se escapa fácilmente por los pantalones cortos.

¿Te he contado de cuando visité los manglares del sureste? Nunca sabrás cuánto vale tu vida, el agua que bebes, la chica que besas, hasta después de sobrevivir a ellos. Tras cinco días de labor el equipo de rescate se separó para buscar a los excursionistas extraviados. Bajo temperaturas por encima a veces de los cuarenta grados en el verano más crudo de la década tratábamos de orientarnos para salir de la extensa y brumosa selva tropical. Ninguno teníamos experiencia suficiente y Ángel, nuestro guía, no sólo había perdido su equipo de localización sino el sentido; veinticuatro horas antes algo que nunca identificamos le picó en la pantorrilla pues vestía bermudas y su apariencia era desastrosa; fue también al único que se prendieron las sanguijuelas mientras lo arrastrábamos en una camilla improvisada. El hambre, la sed pero sobre todo el recuerdo de la casa o del agua que se desperdicia con desinterés nos pesaban como grandes losas calientes. Para cuando dieron con nosotros ese hombre que tenía una especialidad en buceo profundo estaba a poco de morir y los demás, cuatro en total, al borde la locura. Fue mi espejillo personal colgado del apero lo que trajo el auxilio. La vida es más maravillosa desde entonces y éste –señalé el símbolo scuba– su mejor representación, me lo dio Ángel para recordar nuestra lección de esfuerzo.

Ya habíamos recorrido cuatro calles y aún se notaba el vaho que hacíamos al hablar o reír cuando comenzó a levantar el telón del día, una franja gris azulosa muy fría aquel sábado temprano. Tú escuchabas con atención el desenlace casi milagroso mientras tus pasos sentían el crujir de la selva húmeda que la imaginación colocó ahí como esas animaciones de las películas modernas. Así que decidí llevarte a un sitio diferente, el invernadero que ocupaba el lado sur del Rancho Martínez en el poblado mágico de San Andrés, éste que parece iglesia es de allá –y señalé el círculo guinda a un lado de la hebilla-. La última vez que lo visité no iba sola, no habría tolerado caminar por esos campos de ruina en que se convirtió la casa que ahora luce como una tumba, un enorme mausoleo que al igual que en el panteón encierra infinidad de recuerdos compactados bajo y sobre la tierra, como un millón de libros deshojados y revueltos donde en cada página encuentras el pasaje de una vida, recuerdos bellos o terribles, amores truncados que siguen latiendo en versiones diferentes, dimensiones complementarias. Las flores decidieron mudar terreno, montaron en el viento sus semillas dispuestas a vivir otra aventura, una nueva vida. Así yo.

De un salto regresé de la provincia y desperté frente al andén, movías tu mano para despedirte por la ventanilla del camión que comenzó a moverse llevándote para siempre. Fue prodigioso terminar así de abrupto mi viaje justo en el momento en que iniciaba el tuyo, lo curioso es que tu maleta aún colgaba de mis manos lo mismo que ahora, años adelante, en que ambos esperamos el anuncio de mi vuelo hacia el sur.

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