Se podría decir que mi viaje se inició con su muerte. Habían pasado seis años desde que comenzó el proceso de deterioro acelerado que la llevaría a su fin. Una dolorosa y prolongada agonía, que culminaría luego de dos meses en cuidados intensivos dónde fue sometida a procedimientos extremos que sólo lograron empeorar su calidad de vida, dejarla inconsciente y retrasar angustiosamente el temido desenlace. Esos meses me parecieron una eternidad. Me sentía desolada, pero a pesar de eso, pude enfrentar todo lo que se me vino encima con mucho valor y claridad mental. Sin embargo, de forma casi imperceptible, la fortaleza que exhibí durante los meses que duró su internamiento y los que siguieron a su partida me fue drenando por dentro. Lloraba a ratos, a escondidas, para que nadie pudiera ver mi dolor. Me había propuesto mantener la serenidad y dedicar mis pocas energías a todo lo que tenía que resolver, sin mostrar al mundo mis sentimientos, dando apariencia de tener todo bajo control, peleando cada batalla a medida que se me iba presentando. El tiempo en la clínica, y el que siguió a su muerte, me sirvió para descubrir quiénes eran las personas con las que podía contar en momentos difíciles. La decepción y el dolor me embargaban mientras vivía calladamente su pérdida y ante su ausencia, iba luchando por encontrarme a mí misma debajo de una maraña de quehaceres, decisiones, personas, papeles y actividades por realizar. En esos últimos años, mi vida personal y laboral se había detenido para cumplir con un propósito noble, uno que muchas veces resentí, y eso, visto en retrospectiva, me hacía experimentar ahora sentimientos de culpa. Siendo hija única, de una mujer octogenaria y divorciada, había tenido la exclusiva de su cuidado y la responsabilidad de gestionar las múltiples actividades relacionadas con su salud y el mantenimiento de su casa. Ahora recordaba los momentos compartidos con un deseo inmenso de revivirlos y enmendar los errores cometidos. Quisiera haber estado menos tensa y haber sido más cariñosa de lo que fui, atesorando cada minuto a su lado. Perdida como me encontraba, sin su acostumbrado apoyo y compañía, reanudé mis labores habituales y comencé a enfrentar las frustraciones y el dolor de mi realidad personal. Una realidad que había estado evadiendo, gracias a su prolongada enfermedad. Siento que ella, mi madre, desde el cielo me fue guiando en esta tarea, llevándome a reencontrar, poco a poco, esa alegría que había perdido desde mucho antes de su muerte. Viví mucho tiempo en medio de una cotidianidad aplastante, dónde abundaban las tareas y responsabilidades, pero escaseaban el gozo y el amor. Sólo hasta ahora me había dado cuenta. Nuevas personas fueron apareciendo y como ángeles, me abrieron caminos que ya había perdido la esperanza de recorrer. Inicié una nueva etapa, una, que me invitaba a hurgar en mi interior y adentrarme en lugares inexplorados de mi ser. En esos rincones ocultos se encontraba una mujer, fuerte y decidida, que ahora despertaba del letargo en que había estado sumida por largo tiempo. Todo comenzó como un breve destello de curiosidad, como un juego infantil, o quizás, una aventura exploratoria. Poco a poco, esa curiosidad se fue transformando y dio paso a un genuino interés por vivir apasionadamente los sueños postergados, sin perder un sólo instante. Decidida a no relegarme más a un segundo plano, dispuse mi voluntad para conseguir lo que me proponía mientras, mi cuerpo, se dedicaba a poner resistencia. La tristeza que sentí por su ausencia y el agotamiento de esos interminables meses se mezcló con episodios de sudor repentinos y descontrolados que me abochornaban delante de mis amistades y me hacían sentir insegura. Dejé de ver la regla. Mi cuerpo exhibía ahora una gran voluptuosidad pasando de la delgadez inicial del luto, al descontrol total y los excesos. Transcurrieron varios meses en los que traté de entender lo que me sucedía. A medida que cambiaba por fuera, por dentro se fueron transformando mis gustos y preferencias. Había iniciado una nueva etapa de la vida para la que no estaba preparada. Comencé a desarrollar una afición por probar cosas nuevas. Esto era algo muy inusitado en una persona como yo, que amaba la seguridad de lo conocido. La sensación era extraña, me sentía más libre y segura. Por vez primera, si me deprimía, era por una causa real y no por algo que me imaginaba que podía suceder. Para mi sorpresa, a los pocos meses de su fallecimiento, me encontraba bailando junto al grupo que amenizaba la boda de mi prima, delante de toda la familia e invitados. Era una forma bastante extraña de llevar un duelo. Sin embargo, mis familiares y amigos, parecían observarme divertidos y hasta contentos de que, por un momento al menos, pudiera borrar todos esos años de sufrimiento. Desde entonces, cada sentimiento, cada experiencia, la vivía con una gran pasión. Era como si algo dentro de mí intuyera que la vida se me escapaba de las manos urgiéndome a estar presente cada día y aprovechar el tiempo extra que se me regalaba. Estaba aprendiendo a tomar mis deseos en serio y a darles un espacio importante dentro de mi apretada agenda. Una nueva persona, más sanamente egoísta, estaba abriéndose paso en medio de aquél dolor. Una nueva mujer que finalmente estaba convencida de la brevedad de la vida y la urgencia de estar presente para dejar su huella en el mundo. Un ser renovado, que luchaba por conocerse y mejorarse pero, al mismo tiempo, por aceptarse. Había encontrado dentro de mí una nueva fortaleza, el gran amor que buscaba con tanto anhelo y que ya pensaba que nunca conocería. Todo había comenzado con su partida y mi madre al irse, me lo había dejado como regalo.

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