Querida compañera, hace mucho que no hablamos. Te preguntaría como estás pero ya lo sé, que va, que estar estamos, pero nadie dijo que estamos bien. Te escribo para contarte algo que aprendí hace un tiempo, que aprendimos digo, pero que a veces olvidamos.

Excede mis capacidades memoriosas el intento por evocar esa ,tan efímera pero sustancial, fracción de segundos en la cual esta verdad se reveló ante mis ojos. Fue un encuentro repentino y brusco con un paredón de certezas firmes, consistentes y para sorpresa mía, resistentes a vientos de dudas y mareas de titubeos. Y es que, así como de golpe llegó, del mismo golpe comenzó a dibujar desdibujadas inseguridades, a responder preguntas sin delimitar que no sabía siquiera que existían, a construir piezas que había roto el tiempo y la vida. Aprendí a la fuerza, con más dureza que las preguntas formuladas en aquel entonces por Cauchon, que vivimos en un sistema de cambio en donde somos nuestra propia propiedad privada, nos desvivimos por vendernos, soñamos con comprarnos, y en el mismísimo segundo en que alguien trata de decir lo contrario, en algún lugar del mundo los alguien se cambian por algo y se califica la belleza física de otro con puntos, se da premios monetarios a aquellos que son más «apuestos», aparecen mujeres haciendo locas dietas y hombres que tratan de llenar sus vidas con gimnasios y esteroides.

Aprendí que, bajo este ojo distorsionado, uno no puede saber que le va a dar el espejo en retorno cada mañana. Y es que hay días en las que una se mira en el espejo y se gusta, se acepta, se prepara para la lucha y sale, pero que después afuera un motín de críticas y falsedades nos atacan y esa imagen se desgasta, porque siempre somos muy poco, porque no hay vez que no nos falte algo. La que se miró una mañana en el espejo ya no es la misma mujer perdida que camina por los ripios del mundo. Más importante aún, aprendí que tratando de hacernos cada vez más deliciosos vamos encaminándonos a nuestro propio fin puesto que somos aperitivos que esta sociedad devora en silencio.

Ahora te voy a contar un secreto. Esa mujer no es débil, tampoco es insegura, pero es difícil para los demás darse cuenta de ello. De guerras internas nadie entiende, más bien nadie quiere ver, porque bien sabemos que, si nos ponemos al tanto de lo que nuestras acciones provocan, nos vemos obligados a tomar cartas en el asunto. Pero claro que no, que el egoísmo nos inhibe, que si no se gusta es problema suyo, que si se está muriendo «pobre chiquita», que si no se ve bella es porque tiene mal los ojos. Y en general la gente actúa como si la miseria se contagiara y así se cruzan de vereda cada vez que ven problemas. Ahora, para que comprendas totalmente hagamos una retrospección, imagínate que volvamos un par de siglos atrás, que nos despertemos siendo nosotras pero en el 1400, digo que seamos Francia y Juana en la guerra de los 100 años. Recordás? Que te habían dado con todo por todos lados, que te estabas retirando, ya habías dado la corona por perdida, no había espejo que mostrara los viejos años de esplendor y prosperidad. Somos vos en esos días, nos vamos gastando, nos vamos dejando, porque sentimos que la partida está perdida y que no hay peón que nos salve de esta. El juego nos retiene y las reglas nos consumen, nos rompemos y al pedir socorro nos ahogamos con nuestras propias palabras. Te acordás de cómo se sentía no? Bueno, ahora pensá cómo sería que se repita todos los días de tu vida.

Llego el momento de revelarte la mayor lección que he adquirido y es que así como todas somos Francia también todas somos Juana. Somos la propia salvación de nuestras tierras, somos la conquista de nuestras vidas. Somos los días virtuosos y también esos que parecen diseñados por el mismísimo demonio, los momentos en los que nos queremos y los que no nos gustamos tanto, nuestra existencia es una lucha constante e imparable, una guerra que nunca va a cesar. Entonces hay que entender que siempre depende de nosotras, que con los pantalones bien puestos y el estandarte en alto, debemos luchar por la parte más nuestra que nos queda, y de a poco, repitiendo el camino de Orleans a Reims, pasando por Patay y por toda nuestra historia, esa chica que se vio esa mañana en el espejo se asoma y se dice que hoy tiene bonito el cabello, se ve bien de frente, y aunque no se encanta completamente, empieza a entender que es muchísimo más de lo que le devolvió ese cristal espejado.

Ay Francia, es que no somos el talle de ropa que usamos o la forma de nuestros cuerpos, no somos nuestros cortes de pelo o las imperfecciones de nuestras pieles. Somos los libros que leímos y los que deseamos leer, somos la forma en la que nos gusta hacer las cosas y las tonteras que nos molestan de sobremanera. Somos la dulzura de nuestros gestos y el amor de nuestras palabras, la amabilidad de nuestras acciones y la sonrisa que despierta nuestro recuerdo. Somos fuertes y luchadoras, somos creadoras de nosotras mismas. Somos. Somos y con eso basta.

Y para cuándo te olvides Francia, para cuando estés por caer, recuerda que siempre puedes viajar a nuestras memorias y así volver a traer a tu saber, que ante todo somos, y que siempre pero siempre, somos juntas.

Con amor Juana.

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