Hola, amigos,

Tras el impacto del aterrizaje y las impresiones iniciales, os remito mi segunda crónica desde Mauritania, el país de la arena. Espero que la disfrutéis.

Hoy empecé a todo tren, luchando en varios frentes. A mediodía estaba agotada – y temporalmente derrotada -, a media tarde era una autómata y ahora, en un crepúsculo inmenso sin matices, con la barriguita llena y un nuevo amigo, ya puedo decir que tengo el corazón contento.

No sé cómo será en otras regiones de este continente, pero si me preguntaran qué pienso de África diría que es Cambio, puro Movimiento. Si dejas fluir, parece que todo es posible, aunque para ello hay que poner mucho de uno mismo. Las relaciones entre personas son lo importante. Lo mismo hablas con unos que con otros, el que menos parece luego es el que más da y el que más parece, luego es pura ilusión. Tienes que jugar, conversar -sin cerrarte pero sin abrirte del todo-, dejar cartas en la manga, negociar el día a día, e ir con la buena fe por delante. Y así se van ganando amigos, pequeñas comodidades y rincones materiales o del alma donde descansar un rato del bullicio aletargado de las calles.

Supongo que es por esto que a los que venimos de países con otro ritmo y otra estructura social nos cuesta adaptarnos inicialmente a este “disparate”. Puede parecer divertido o anecdótico que el sinónimo de Tráfico sea Anarquía, que cambiar la rueda en plena avenida no sea descabellado, que las carretas tiradas por burros convivan con el último modelo de Porsche Cayenne, que los pocos tramos de acera existentes sean conglomerados de arena y conchas de playa (muy bonitos cuando no hay basura, por cierto), que conseguir un acceso a Internet en el lugar de trabajo sea casi una quimera, que una casa sin estrenar parezca tener veinte años de mal uso, que se cobren precios exorbitantes por unas mansiones desangeladas, sin muebles ni cocina, cuyos únicos atributos son 3 baños pestilentes y 4 habitaciones gigantescas equipadas con pequeñas dunas, que la casa venga con guardián incorporado y que este viva en una jaima en el descampado contiguo, donde venda tomates achicharrados mientras dormite entre cabras, moscas y niños risueños, o que para conseguir un billete de avión a precio reducido en Air Mauritanie (compañía estatal) haya que colarse por un laberinto de puertas y guardianes, descascarillados todos, hasta llegar al Chef d’Agence, que es un señor de paciencia infinita que, cuando encuentra la ansiada autorización reselladísima, te la entrega para que recorras el camino inverso hasta el primero de toooodos los mostradores por los que pasaste y consigas tan repentinamente el dichoso billete que hasta parece mentira que ese trozo de cartón sirva para subir en un avión.

Decía que puede parecer divertido, sobre todo si lo máximo que te vas a quedar por el país son un par de semanas. Pero cuando las cabras callejeras comiendo camisetas empiezan a forman parte del paisaje y solo te quedan tres días de hotel de lujo antes de entrar, esta vez sí de verdad, en la vorágine en la que todas esas situaciones van a ser lo cotidiano, lo divertido se convierte en una perspectiva de futuro inmediato aterrador.

Pero en este toma-y-daca parece que la vida es más real. Todo es más fácil que en cualquier otro lugar que conozca (¿os imagináis estar de broma con cinco pasajeros más en el despacho del director general de Iberia mientras él habla tranquilamente por teléfono?) y también más difícil porque requiere la paciencia de saber esperar y no intentar tener todo solucionado en un momento.

Así que mis primeras lecciones: la red de conocidos y amigos cuanto más grande, mejor, que hay que tirar de muchos hilos y el día de mañana también tirarán de mí. Y que hay que ir pasito a pasito, que a este ritmo ya tengo ganas de empezar a aburrirme.

Mientras busco un hogar desde donde escribir mi siguiente crónica, recibid mil besos de aire acondicionado.

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