“El mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página”
San Agustín
“¡Qué ironía del destino! Acabar tus días en el fondo del mar después de haberte recorrido casi las tres cuartas partes del mundo. No era esa la idea que tenías en mente cuando, alguna vez, se te pasó por la cabeza cómo sería tu muerte. Pero así lo has decidido. Y así terminarás tus días. Ahogado. No has elegido una muerte precisamente dulce”.
Arturo Santolalla expresa sus pensamientos en voz alta mientras se lo lleva la corriente. El mar embravecido le empuja hacia dentro mientras él no opone resistencia y las olas, gigantes y amenazadoras, le abrazan con cierta delicadeza, sin brusquedad, presintiendo, tal vez, su deseo de viajar hacia lo desconocido, de explorar sitios localizados más allá de las fronteras que ha cruzado cientos de veces.
Así que se deja acoger. No tiene miedo. Alcanzado este punto decide que no merece la pena. “Hasta aquí he llegado”. Y recibe otro abrazo que lo arrastra aún más adentro.
Una semana antes, Arturo Santolalla jamás habría renunciado a oponer resistencia. No iba en su carácter. A sus 33 años no se distinguía por ser un pusilánime. Era un hombre hecho a sí mismo. Dueño de varias empresas textiles, levantadas de la nada gracias a su perseverancia y tozudez, hacía gala de una personalidad fuerte y decidida. Nada le frenaba. Ni siquiera el hecho de que tres años antes su cuerpo le había dado un toque mientras presidía una reunión de equipo.
Tiempo después aún era capaz de recordar el sonido que su corazón hizo al romperse. La cáscara de una nuez partida en dos.
“Un ataque al corazón. A los 30 años. A mí. Inmune a todos los catarros, virus, diarreas, torceduras… Y va este – señalándose el pecho – se rompe», decía burlándose.
Su médico fue claro: “Necesitas bajar el ritmo. Cógete unas vacaciones. Otro más como este y tal vez no lo cuentes”.
Tres años más tarde nada había cambiado. No descansaba. No hacía caso. Actuaba sin mirar atrás. Sin sopesar las consecuencias porque estaba muy seguro de sí mismo.
No había discusión posible cuando tomaba decisiones. No al estilo de ordeno y mando pero casi. Arturo Santolalla no admitía peros que no estuvieran bien argumentados. No le valían siquiera medianamente sólidos.
El aire en sus pulmones se agota. El mar le revuelve y le aleja cada vez más de la orilla. _‘No escaparás de mí. Tú no’_, le susurran las olas mientras su memoria sigue jugando con él.
En una ocasión, Arturo se contempló en el espejo. Una excentricidad porque ni siquiera solía mirarse para afeitarse. Sus ojos se centraban en la hoja de rasurar. En el movimiento de su mano mientras arrancaba el vello apenas crecidos un par de días. Se enjuagaba el rostro y aún todavía seguía sin observarse. No toleraba perder el tiempo en vacuidades. “¿Qué voy a ver que no conozca ya?».
Pero la mañana que decidió levantar la barbilla y contemplar su rostro en el cristal del cuarto de estar sintió un ligero malestar. No le gustó lo que vio. “No me reconozco”, acertó a decir. “Ese no puedo ser yo”.
Aunque con la misma rapidez que dijo esas palabras las apartó con un ligero movimiento de cabeza y se terminó el café que acababa de servirse.
No es Arturo Santolalla un hombre de pensamientos profundos. Esas «tonterías de gurús y psicólogos charlatanes no van conmigo», señalaba cada vez que descubría que alguien -compañeros, amigos, familiares-, se ponía en manos de especialistas para controlar la ansiedad, el estrés, o espantar fantasmas del pasado. «Chorradas», exclamaba mientras agitaba la mano como si estuviera espantando moscas, unos bichos, que por otra parte, le ponían enfermo. “Insectos asquerosos que aprovechan la mínima oportunidad para colarse por cualquier agujero de tu anatomía y sobarte con sus patas repugnantes que vete tú a saber dónde se han posado antes”.
Moscas cojoneras. Como aquellos empleados que le hacían la pelota sin asomo de vergüenza alguna en sus rostros sumisos. “¿Por qué tendré que lidiar con esta gentuza que no vale para nada? ¿Quién los habrá contratado?”. Unas cuestiones a las que Arturo rara vez daba respuesta porque la sabía. Era el coste que tenía que pagar para mantener activa sus empresas y poder seguir con su modo de vida.
Pero no podía evitar sentirse asqueado cuando esos mismos “empleaduchos miserables” se arrodillaban ante mí. “¿Es que no se dan cuenta de que no necesitan humillarse para continuar con su trabajo? ¿Qué lo único que precisan hacer es cumplir con los objetivos?”.
Ahora todo eso queda atrás. Ya no opone resistencia y sus manos, sus piernas, ya no se agitan buscando la superficie. Está cansado. Cansado de estirar la cuerda. De tensar tanto el hilo que ha decidido romperlo.
_ “Esta operación ha sido un fracaso. Miles de millones de euros tirados a la basura por un descuido que no es propio de ti Arturo. ¿Me lo puedes explicar?”, le preguntó el responsable de su compañía en Miami, adonde había viajado para enmendar la catástrofe millonaria, apenas veinticuatro horas antes.
_“¿Me creerías si te dijera que no tengo la más mínima idea?”.
Y sin esperar respuesta se dirigió hacia la puerta, la cerró sin apenas hacer ruido, y se marchó dejando al directivo con la palabra en la boca.
Unas cuantas horas más tarde un avión privado le dejaba en Tarifa. Dejó sus cosas en el apartamento que había comprado años antes en la localidad como inversión porque Arturo nunca tomaba vacaciones, se deshizo del traje, se puso un bañador y bajó a la playa.
No sabe cómo sus pies comenzaron a andar por el agua hasta que esta le sobrepasó. No intentó nadar. No hizo nada. Y ahora su cuerpo musculado descansa en el fondo de unas aguas revueltas que, en un corto espacio de tiempo, lo devolverán a la orilla. Donde alguien lo encontrará y dará la voz de aviso.
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